Una sesión casi irrelevante desde el punto de vista de progresión de cualquier trama pero sin embargo muy divertida y satisfactoria para los participantes, que pudieron recrearse en la interpretación de sus personajes y la forma en que se relacionan con el resto de miembros del grupo.
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Tras recuperar el aliento y tratar las heridas sufridas durante la batalla, Friedrich y Rodrigo toman los cadáveres de Louis de Blanceau y de Amien para apilarlos sobre el montón de leña seca que rodea la estaca en la que los lobisomes pretendían quemar a Edgar. A continuación prenden la pira y dejan que los restos de las criaturas se conviertan en cenizas. Werner observa la escena recostado, demasiado débil por la pérdida de sangre para poder ayudar a sus compañeros. Edgar, mientras tanto, atiende al pequeño Elías, que tiene la mirada perdida y no ha dicho una palabra desde el momento del rescate.
Razonablemente seguros de que el intenso fuego mantendrá alejados a lobos y otras criaturas, deciden, sin embargo, montar guardias para el caso de que Elise trate de regresar. La noche, sin embargo, resulta tranquila, lo que agradecen todos.
Al amanecer, tras un frugal desayuno tomado de entre la comida que los mercenarios llevaban consigo -la mayoría de su propia comida se encuentra en las alforjas de sus monturas, que Francesc se llevó consigo- el grupo se pone en marcha. Resulta muy difícil desandar el camino que les ha traído hasta aquí, así que deciden limitarse a seguir rumbo al oeste, pues saben que de este modo, tarde o temprano darán con la carretera que conduce al vecino condado de Cracfer. Una vez en el camino, sólo tendrán que seguir hacia el norte hasta volver al cruce en el que se encuentra la posada de La cabra colgante, donde si todo va bien, les aguarda Francesc.
Se mueven despacio. Werner enlentece el paso del grupo, débil todavía. Preso de frecuentes mareos, necesita detenerse para descansar cada poco, su tez pálida y cubierta de sudor deja claro que necesita más tiempo para recuperarse de la herida que le infligiera Elise durante la lucha.
Pero con Friedrich dirigiendo la marcha, el grupo avanza con suficiente seguridad. El cazador busca las mejores rutas para sortear los numerosos obstáculos que les presenta el difícil terreno. Y aunque la zona está plagada de manadas de lobos hambrientos, consiguen evitar cruzarse en el camino de alguna. La marcha es lenta y penosa, pero tras dos interminables jornadas de viaje consiguen alcanzar el camino que buscan.
Llegan a la carretera al final del segundo día de viaje. El camino, que atraviesa el bosque como una cuchillada que parte la espesura en dos, se encuentra solitario. Siendo tarde y estando todos cansados tras el viaje, deciden acampar a la vera del camino para continuar, algo más repuestos, al día siguiente. Agotan allí sus últimas reservas de comida, confiando en no encontrarse muy lejos del cruce en el que se encuentra la posada.
Pero mientras están preparando el campamento, un débil olor a quemado llena las fosas nasales de Friedrich. El cazador lo menciona a sus compañeros, quienes, de sentidos mucho menos aguzados a los suyos -acostumbrado como está a mantenerse alerta en la espesura- no han notado nada. Pero Friedrich está seguro, huele a quemado, el viento trae un olor así desde el este. Al preguntar por las posibles fuentes de fuego que podría haber en un lugar tan deshabitado, a nadie se le ocurre nada, al principio. Pero entonces Edgar menciona algo, dudando. No será que... no, no puede ser, es imposible.
¿El qué? Insiste Friedrich. Edgar, visiblemente poco deseoso de hablar, acaba explicando -después de asegurarse de que Elías está dormido y no va a oír la conversación- que desde hace mucho tiempo se rumorea que en lo más espeso y oscuro del bosque, en alguna parte del Corazón Negro, habita el dragón. Una bestia de veneno y fuego, a la que, según cuentan, se la oye en ocasiones cuando ruge, allá en la espesura, desde leguas de distancia. Pero no puede ser que se trate de eso, es impensable, concluye Edgar tratando de tranquilizar a los aventureros.
Incluso nerviosos como están por el relato, la marcha ha sido larga y fatigosa, así que en realidad no tienen muchos problemas para conciliar el sueño. Durante los turnos de guardia pueden oler, ahora todos, pues ha aumentado en intensidad, el aroma a quemado, pero no se atreven a abandonar su campamento para investigar.
A la mañana siguiente parten rápidamente, tras recoger con prisas el campamento. Siguen la carretera durante una jornada completa. Anochece ya cuando divisan, por fin, el cruce con la posada. Con renovados ánimos se acercan al lugar, deseosos de poder comer decentemente y de una noche de sueño reparador que no sea al raso, cubiertos por el frío y la humedad del bosque.
Al entrar en el establecimiento encuentran a los dos posaderos -que les observan sorprendidos y aliviados, parece que ya les habían dado por perdidos definitivamente- y a Francesc, que se encuentra sentado en una mesa, apurando una jarra de cerveza, cabizbajo y con la mirada fija en el fondo del recipiente.
Werner se acerca al catalán. El mercenario está claramente furioso, considera que Francesc les traicionó al negarse a acompañarles a la lucha con los mercenarios de Louis de Blanceau. Cuando se planta junto a él, Francesc se gira. Tiene los ojos vidriosos, claramente ebrio. Rodrigo se aproxima también, para evitar una pelea, pues queda bastante claro que Werner desearía ver derramada la sangre de su compañero.
El mercenario germano comienza a increpar a Francesc, acusándole de cobardía. El catalán responde afirmando que estaba seguro que todos se dirigían a una muerte segura, pues pensaba que los mercenarios de Blanceau serían todos ellos lobisomes. Y tras el enfrentamiento en solitario contra uno de estos monstruos no deseaba acercarse a otro, mucho menos a una manada completa.
No eran tantos, y pudimos derrotarles, pero no gracias a tu ayuda, le responde Werner en voz cada vez más alta, haciendo que Rodrigo se remueva inquieto. Me alegra veros sanos y salvos, dice a su vez Francesc, pero ya hice mi parte luchando con una de esas bestias sin nadie que me ayudase. A continuación se levanta tambaleándose, diciendo que se retira a la habitación. Ya hablaremos mañana, concluye con voz pastosa.
Pero no ha dado dos pasos cuando cae de bruces contra el suelo, tropezando con la zancadilla que Friedrich ha puesto en su camino. Sin dedicarle más que una mirada despectiva, el cazador se sienta donde se encontraba Francesc un instante antes, pidiendo la cena a los asustados posaderos, quienes durante unos segundos pensaban que los aventureros iban a echar mano a sus armas allí mismo.
Lo cierto es que Friedrich, al hacer caer a Francesc, ha relajado un tanto el ambiente. Werner se muestra más satisfecho, y por lo tanto menos dispuesto a tomar sus armas, observa Rodrigo, que suelta con alivio la empuñadura de su propia espada, que estaba aferrando discretamente. Francesc se levanta con dificultad y, mirando a su alrededor pero sin decir una palabra, se dirige a la habitación.
Cuando la posadera les trae los primeros platos de una muy copiosa cena, Friedrich se pone en pie para agradecerle profundamente su ayuda al darles los manojos de acónito, dejando en su mano una propina de varias monedas de plata. Después de dar buena cuenta de la comida, el grupo se reparte las dos habitaciones, con Elías, Edgar y Werner en una de ellas, mientras que Friedrich y Rodrigo dormirán en la misma en la que se encuentra Francesc. Acuerdan pasar otro día más en el lugar, para que el mercenario cuente con algo de tiempo para reponer fuerzas. Y a nadie le hará daño un poco más de descanso tranquilo, después de todos esos días durmiendo al raso, deciden.
El día siguiente transcurre con normalidad, si bien con cierta tensión, con Werner negándose a dirigir la palabra a Francesc si no es para increparle, mientras el catalán hace oídos sordos a las pullas. Werner cede un poco en sus comentarios a instancias de Rodrigo. Lo cierto es que el mercenario ha desarrollado, casi a pesar suyo, un respeto por el templario, sabe que le debe la vida.
Mientras, Friedrich toma una de las monturas que estaban siendo atendidas en los establos de la posada y sale en solitario del lugar, cabalgando por el camino que lleva a Cracfer. Cuando Rodrigo escucha alejarse al animal y se asoma por la puerta para ver alejarse a Friedrich a lomos del caballo, Werner le explica que el cazador se dirige al lugar en el que acamparon, allí donde notaron el olor a quemado. Friedrich quiere comprobar de qué se trataba.
En unas horas que se le hacen complicadas -aunque las monturas que les proporcionaron en Rocmort son muy mansas Friedrich está muy lejos de ser un buen jinete-, el cazador alcanza el lugar. Todavía se nota algo de olor a quemado. Atando las riendas a un árbol se introduce en el linde del bosque, siguiendo el rastro. Acaba en un claro cercano, en el que se encuentra un trío de hombres de aspecto muy pobre. Parecen estar atendiendo unas brasas que llenan un agujero excavado en el centro del claro. Los hombres, alarmados, sujetan con fuerza unos palos mientras miran desconfiados a Friedrich con sus ojos enmarcados por el hollín que tizna sus rostros.
Parece que el "dragón" que casi les quita el sueño no era más que un grupo de carboneros haciendo su oficio.
Sintiendo algo de alivio -y un poco avergonzado en su interior; o quizá decepcionado- Friedrich intercambia algunas palabras con los carboneros, que hablan con un acento tan cerrado que se les hace difícil de entender, mientras comparte con ellos algo de la bebida que lleva consigo. Después regresa junto al caballo y reemprende el camino de regreso a la posada.
A la mañana siguiente, todos más descansados por la cama y la comida, ensillan los animales para iniciar el camino de regreso a Rocmort mientras se despiden de los posaderos. Pero apenas se han alejado un centenar de metros cuando Francesc detiene su montura para dirigirse al grupo. Siente, explica, no haber estado para ayudarles cuando le necesitaban, el temor se apoderó de él y lo lamenta. Pero no va a estar disculpándose continuamente, y además hasta ese momento cumplió más que sobradamente con su parte. Así que no soportará más insultos ni ofensas. Werner masculla algo entre dientes pero no llega a decir nada en voz alta. Friedrich y Rodrigo, por su parte, están más dispuestos a perdonar el asunto. Si bien las cosas no son como antes, al menos parece que el riesgo de llegar a echar mano a las armas para resolver la disputa ha quedado bastante lejos, para alivio de todos.
El camino de regreso resulta tranquilo. Pasan juntos a los restos de la aldea de Boison, sin rastro ya del Hermano Marco ni de los bandidos heridos a los que atendía. Cuando finalmente alcanzan Becblanc, en la carretera que discurre paralela al río Loup -que emerge a la superficie desde el salto de agua espumosa que da nombre al lugar- encuentran el camino mucho más transitado que durante el trayecto de ida. Multitud de mercaderes que ponen rumbo al sur, en dirección a Rocmort.
Edgar hace cuentas y señala que la feria de caballos de Rocmort debe de estar muy próxima ya. Se trata del principal mercado de la región, celebrado anualmente en primavera. Muchos señores acudirán para comprar monturas para sus propias mesnadas, además de los animales utilizados en tareas más humildes. Es una fiesta mayor en la ciudad, una ocasión en la que se suelen celebrar torneos de varios tipos además del mercado. Gentes de toda la región acude para disfrutar del evento o para llevar a cabo sus negocios.
Además de las justas y la gran melé que enfrenta a los caballeros, hay pruebas para plebeyos, de combate pie a tierra o incluso de tiro con arco y ballesta. La perspectiva de medir sus habilidades de este modo y quizá obtener algún premio estimula a los aventureros, que deciden probar suerte en varias pruebas. Incluso Rodrigo, quien como hermano templario debería desdeñar la vanidad de este tipo de enfrentamientos no puede resistir la tentación de la gloria y los premios que pueden ganarse en este tipo de eventos.
Incluso en el camino el ambiente es festivo. Durante la noche los viajeros se unen en grandes campamentos en los que la bebida y la música de los juglares errantes anima a los presentes. Werner aprovecha para ejercitar sus habilidades como seductor, quitándose de encima el amargo recuerdo de Elise con la compañía femenina que puede procurarse. Mientras, Friedrich tiene que aguantar la creciente necesidad de consumir alguna de sus setas alucinógenas, cumpliendo todavía el plazo de la penitencia impuesta por Rodrigo.
El camino, en estas condiciones, resulta bastante seguro -al menos en lo que se refiere a bandidos, hay más de un cortabolsas dispuesto a hacer fortuna con los viajeros-, así que el regreso hasta Rocmort resulta relativamente tranquilo, preocupados principalmente por el muchacho y por el arcón lleno de plata que portan consigo.
Cuando alcanzan la ciudad, la encuentran rebosante de visitantes. Gentes llegadas de las aldeas y pueblos de los alrededores, dispuestos a vender sus mercancías o a comprar a buen precio lo que otros ofrecen en este importante mercado. También descubren, para su fastidio, que el precio de los aposentos, si es que se logra encontrar alguno, se ha triplicado respecto a lo que es habitual. Consiguen una habitación en la posada de Dierkinn el Feo -donde se están convirtiendo ya en habituales-, pero a unos precios escandalosos.
Tras adecentarse un poco en la posada, se dirigen al castillo. Esta vez se les permite el paso casi de inmediato, siendo conducidos con premura a las dependencias de Roger de Padín. El condestable de Rocmort les recibe con entusiasmo, comprobando que la tarea encomendada ha salido a la perfección. No solo el muchacho Elías ha sido traído de regreso sano y salvo -aunque algo traumatizado-, sino que Edgar sigue vivo y el cofre con la plata para el rescate está también de vuelta, sin que -lo comprobarán más adelante, sin duda- falte una sola moneda.
El relato de lo sucedido le resulta más inquietante. Lobisomes, y encima al servicio de Edouard de Ascalón. ¿Creen que el caballero mercenario estaba al tanto de la verdadera naturaleza de Louis Blanceau y de su hija? Los mercenarios que acompañaban a Louis parecieron sorprenderse cuando él, su hija y Amien se transformaron, responden los aventureros, así que puede que el Chevalier d´Ascalón no estuviese al tanto. Eso tendría sentido, medita Roger. Esperemos que así sea.
Francesc pregunta entonces al condestable acerca del ataque de Guillaume de Maccard a Boison. Sobre qué es lo que le hizo pensar que todos en la aldea eran lobisomes, pues por lo que ellos saben, solo la hija y nietos de Louis Blanceau mostraban esa naturaleza. Roger les explica, al parecer ahora con más confianza de la que les ha mostrado antes, que el mariscal es un hombre devoto. Un hombre decidido a erradicar el mal del valle, incluso al precio de llevarse por delante las vidas de inocentes. Por lo visto, fue un prisionero del barón de Beaufort quien, bajo interrogatorio -tortura- confesó que todos en Boison eran lobisomes como él mismo. Cuando Roger inquirió sobre el prisionero, descubrió que había muerto en las mazmorras de Beaufort. Pero Guillaume de Maccard no necesitó otra prueba que lo que le contó el barón. De modo que sí, es probable que el resto de habitantes de la aldea masacrada fuesen inocentes.
A continuación, el condestable establece que los aventureros recibirán una sustanciosa recompensa por su desempeño. Francesc le pide un favor más. Desea aprender algo sobre el manejo de animales, así que querría poder hacerlo con el encargado de los establos de la condesa. Los establos están sujetos a la autoridad del mariscal -como líder de la caballería, es su responsabilidad mantener buenos animales adiestrados para la batalla-, pero Roger de Padín no cree que, después de haberle devuelto a su hijo, Guillaume de Maccard vaya a poner ningún impedimento. Tan solo debe quedar claro para Francesc que su aprendizaje será algo oficioso y no se le permitirá trabajar como tal al no pertenecer oficialmente a un gremio. Algo con lo que el catalán no tiene ningún inconveniente, pues desea utilizar ese conocimiento y habilidad únicamente a título privado.
Al finalizar la entrevista con el condestable, los aventureros regresan a la posada. Al día siguiente se separan, cada cual siguiendo sus propios intereses. Francesc se dirige a los prados en los que se han levantado los corrales que guardan los caballos traídos para la feria, donde encuentra al encargado de las caballerizas buscando nuevos ejemplares para los establos de la condesa. A estas alturas se le ha explicado ya que debe instruir al forastero, algo que parece fastidiarle bastante. Bueno, son órdenes, así que sígueme y mantén los ojos y oídos bien abiertos, la boca cerrada, y puede que vayas aprendiendo algo, le espeta.
Rodrigo, por su parte, se encamina a la abadía de Munoit, donde el propio Padre abad Petronius le recibe en confesión y le permite comulgar, renovando los milagrosos poderes del templario.
Werner y Friedrich se dirigen al mercado, deseosos de gastar algo de la plata que les quema en la bolsa. En particular, el mercenario busca algún arma de buena factura, una de la que sentirse realmente orgulloso. Cerca del lugar en el que van a celebrarse el torneo hay varios puestos de artesanos brindando sus creaciones. Uno de estos es el de un herrero, Octave, que tiene algunas piezas muy notables a la vista.
Los dos aventureros inspeccionan el género, y satisfechos con lo que están viendo, preguntan al herrero -quien les ha contado que viene desde Basbois. en Vaguerre, para la feria-, por armas de calidad superior. Octave medita la respuesta mientras del pabellón surge una mujer alta y ancha de hombros que pasa junto a él. El herrero entonces toma un hacha -es lo que le ha pedido Werner- y se la muestra, exhibiendo el filo del arma. Werner la observa contento, pero quiere algo todavía mejor. Octave parece dudar ¿mejor todavía? El dinero no será problema, dice el mercenario, lo que suena como música en los oídos del herrero. Sin embargo, Octave vuelve a dudar.
La mujer vuelve a aparecer desde el pabellón al que había regresado, portando consigo algo envuelto en paños, que pone sobre las manos del herrero. Octave lo desenvuelve y entonces mira sorprendido el arma que se encuentra ahí. Un hacha de aspecto espléndido. Rápidamente se recompone y comienza a explicar a Werner las cualidades del arma, de filo asombroso y equilibrio perfecto.
Pero a Werner no le ha pasado desapercibida la aparición de la mujer, así que le explica a Octave que quiere hablar con la verdadera artífice del arma. El herrero se muestra muy ofendido por el comentario, explicando que él es el maestro herrero. Werner le replica; queda claro que ni siquiera sabes lo que tienes aquí, es tu mujer quien conoce estas armas. Ella las ha forjado, sin duda.
Octave se pone furioso y exige que se marchen de allí, negándose a venderles nada. La insistencia de Werner solo aumenta los gritos del herrero, que acaban atrayendo la atención de la guardia. Cuando llegan los soldados, Octave grita que ha sido insultado por estos desconocidos, que han puesto en duda su artesanía. Aunque Werner parece dispuesto a seguir discutiendo, Friedrich le insiste para dejar pasar el asunto y alejarse de allí.
Desde cierta distancia, los dos aventureros observan al herrero, que entra en el pabellón. Sale unos minutos más tarde, dejando su puesto para dirigirse a una improvisada taberna montada a cierta distancia, donde se pone a beber. Werner y Friedrich aprovechan para acercarse hasta el pabellón buscando a la mujer.
La encuentran en el interior, sentada en silencio sobre una caja, con la mirada fija en el suelo. Werner le dice con cierta delicadeza que desean hablar con ella. Marchaos, por favor, ya habéis hecho suficiente, les responde la mujer mientras se gira hacia ellos. Tiene un creciente moratón en un lado de la cara.
Friedrich entorna los ojos. Werner se queda momentáneamente sin palabras. Luego se disculpa con ella. Se trata de Heloise, esposa de Octave. Y no lo niega cuando Werner afirma que es ella quien ha forjado tales obras maestras, algo por lo que desea felicitarla. Los halagos del mercenario sobre su trabajo acaban haciendo mella en la mujer, que termina por encontrarse dispuesta a vender el hacha de batalla -a un precio astronómico- a Werner. Friedrich, por su parte, compra una lanza, también excepcionalmente aguzada.
Salen ambos del pabellón, y mirando en dirección a la taberna en la que se encuentra Octave, le ven en un estado más bien ebrio, mientras da risotadas y trata de poner sus manos encima de la cantinera que le sirve. Werner ve en en esos momentos la mirada que Friedrich ha puesto en otras situaciones, justo antes de meterles en problemas.
El cazador se aproxima a Octave, buscando cualquier excusa para buscar pelea. Al poco encuentra la oportunidad tras un nuevo intento del herrero por manosear a la cantinera. Afirmando estar defendiendo el honor de la mujer, comienza a increpar a Octave. El herrero, medio borracho, se levanta, exhibiendo sus poderosos brazos y hombros. Lárgate de aquí o te daré una buena paliza, amenaza a Friedrich. El cazador, por su parte, señala con la cabeza hacia la zona boscosa más próxima. Arreglemos esto en privado, dice. Octave, sus entendederas estorbadas por la cerveza, consiente en ello.
Ambos se dirigen al lugar, seguidos a cierta distancia por Werner. Esquivan las numerosas muestras de que el terreno está siendo usado como letrinas por toda esa multitud que hay de más en la ciudad, y buscan un lugar apropiado. Sin muchos preámbulos, Friedrich suelta un puñetazo contra el herrero, pero sin mucha maña. Octave, borracho, lanza otro golpe, pero es lento y torpe por el alcohol.
Friedrich logra conectar un golpe en las costillas de su rival, pero entonces Octave le asesta una potente patada en una pierna. El herrero es torpe, pero fuerte como un buey, así que mientras cae al suelo presa del dolor Friedrich solo espera que no le haya roto ningún hueso.
Tirado en el suelo, observa como el herrero sonríe frente a él, dispuesto a pegarle una buena paliza. Pero entonces resuena un golpe seco, los ojos de Octave se cruzan bizqueando y el herrero se derrumba sobre el suelo como un saco. Detrás suyo está Werner sujetando una gruesa rama de madera.
Friedrich se levanta cojeando y ayuda a su compañero a pegar una paliza al inconsciente Octave. Para terminar, se baja las calzas y decide aliviarse inclinando el trasero sobre la cara del herrero. Después de esto, ambos hombres abandonan rápidamente el lugar, dejando a Octave tirado en el suelo con el rostro cubierto de heces.
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Creo que los jugadores lo pasaron bien probando a establecer cada vez mejor las personalidades de sus respectivos personajes. Hubo varios momentos de esos en los que como director de juego no tuve que hacer otra cosa que echarme atrás y mantenerme al margen mientras ellos resolvían las conversaciones y conflictos de sus personajes.
Como decía al principio, ninguna trama de esta campaña progresó prácticamente nada durante la sesión, pero no por ello resultó menos satisfactoria. Yo al menos terminé bastante contento, viendo como se implicaban todos.
El asunto de Octave y Heloise resultó algo peliagudo de incluir, es de esas cosas que en ciertos grupos podrían invocar el uso de la tarjeta X. En nuestro caso no iba a ser así, pero de ninguna manera quería caer en una caricatura de un tema tan delicado. Aunque tampoco esperaba el modo en que iban a reaccionar los jugadores.