Las negociaciones parecían ir
bien, pensaba el Hermano Dominic. El intento de lograr que la Orden teutónica
aceptara en su seno a la más pequeñas Hermandad de la Espada parecía ir por
buen camino. Desde luego, la ayuda que el séquito del propio Dominic había dado
a Hermann Balk, el Ostmeister teutón, había resultado de lo más útil para granjearse
la simpatía y confianza de los poderosos de la orden.
Cierto, en los últimos días había
comenzado a propagarse por la ciudad de Kulm una serie de rumores maledicentes
sobre la Hermandad de la Espada, acerca de su supuesta impiedad y falta de
disciplina con sus superiores. Hermann Balk y su segundo, Dietrich von
Grüningen, habían mencionado el asunto al expresar algunas dudas al respecto,
las mismas que hicieron rechazar a la orden livonia unos años atrás, cuando
solicitaron por primera vez el ingreso en las filas teutónicas. Pero no era más
que un escollo. Dominic no dudaba de poder superar el problema.
Lo que se preguntaba ahora era la
razón de haber sido llamado a presencia del Ostmeister, de forma tan inesperada
y en compañía del Hermano Adam y su séquito. Tenía la sospecha de que podía
tener algo que ver con el repicar de campanas que empezaba a oír por toda la
ciudad. Parece que alguna noticia se había extendido por Kulm. Quizá traída por
alguno de los mercaderes que, desde Lübeck o Riga hacían la ruta del Mar
Báltico.
Una vez en el castillo, su creciente
aprensión no desapareció al ver las graves expresiones de los caballeros de la
cruz negra. Hermann Balk, con su segundo a su lado, dedicó a Dominic una mirada
compasiva, mientras le ofrecía una carta, abierta, en la que se podía ver
todavía el sello del Obispo Nicholas de Riga.
-Lo siento –dijo el Ostmeister de
la Orden Teutónica- la carta acaba de llegar desde Riga. No son buenas noticias…
***
Empezaron por las tierras de la
tribu Zemaitija. Allí, su camino resultaba visible desde la lejanía, pues un
observador podía adivinar cuán profundamente se habían adentrado los cristianos
en aquellas tierras, pues bastaba tan sólo con observar las numerosas columnas de humo que cubrían el
paisaje. Cada columna tenía su origen en una aldea asaltada, saqueada y
destruida por los cruzados. El ejército estaba interesado en botín, pero por el
momento no en acumular demasiados prisioneros. Así que, excepto unas cuantas
mujeres jóvenes y algunos caudillos importantes, de los que se podría intentar
cobrar algún rescate, aquellos que no pudieron huir a tiempo de los cruzados
acabaron muertos; ahorcados, quemados en la hoguera, pasados por las armas.
Todo por la salvación de sus almas, y a mayor gloria de Dios.
No encontraron oposición digna de
ese nombre. El ejército era demasiado numeroso, y su abundante caballería
pesada garantizaba la derrota de cualquier fuerza que las tribus lituanas
pudieran oponer a su avance. Así que prosiguieron su marcha sin sufrir
percances de importancia. Acumulando botín, demostrando a los Duques Mindaugas
y Vikyntas, los grandes señores de aquellas tribus, quién poseía el poder en
las tierras bálticas.
Tras cruzar Zemaitija sin
oposición, se adentraron en el territorio de la tribu Aukstaitija, alargando la
senda de destrucción dejada entre los paganos. El botín se volvió algo menor
llegado este punto; las gentes de aquellas tierras, alertadas de lo que estaba
ocurriendo, habían dispuesto de más tiempo para abandonar sus hogares,
llevándose con ellos todo lo que pudiesen transportar, intentando no dejar nada
a los invasores, sobre todo nada de comida.
Varias aldeas más fueron
asaltadas y quemadas por completo. Los fuertes de madera, las únicas
fortificaciones que los lituanos eran capaces de construir, no lograban
mantener fuera a la eficiente maquinaria bélica de los cruzados germanos. Los
cadáveres de los defensores acababan colgando por el cuello, en lo alto de las
colinas donde quedaban los restos humeantes de los fuertes en los que habían
intentado ofrecer resistencia.
Finalmente, Volkwin von
Winterstein, Gran Maestre de la Hermandad de la Espada y general del ejército,
decidió que habían hecho suficiente. Se habían adentrado demasiado en
territorio pagano, habían acumulado un inmenso botín en animales, plata, pieles
y ámbar. Habían sufrido muy pocas bajas, pero cada vez resultaba más difícil
forrajear para obtener provisiones con las que alimentar a las tropas.
Decidiendo pues, que los objetivos de la expedición se habían cumplido, dio la
orden de regresar a las tierras de los livonios y letones, aquellas gobernadas
por la Hermandad de la Espada. El victorioso ejército, con la moral altísima,
comenzó el camino de regreso.
Que era lo que los lituanos
habían estado esperando.
Por separado, los Samogitas y los
Aukstaitijas no eran rival para los cruzados. Sabiamente, no habían malgastado
sus recursos en fútiles intentos de detenerles. En su lugar, enviados del Duque
Mindaugas habían hablado con el Duque Vykintas, llegando a un acuerdo sobre un
modo común de enfrentarse a los germanos. Los contingentes de guerreros de
ambas tribus se reunieron, puestos bajo el mando de Vykintas. Éste aguardaba su
oportunidad.
Y supo que el momento había
llegado cuando los germanos emprendieron el camino de regreso. Previendo la
ruta que tomarían, Vykintas adelantó a los cruzados. Eso no resultaba difícil,
sus hombres conocían aquellas tierras mucho mejor que los invasores, quienes,
además, marchaban cargados con el enorme fruto del pillaje al que se habían
entregado durante la expedición. Así que Vykintas estuvo en posición de escoger
el punto en el que tendría lugar la batalla.
Eligió el vado de un río que los
cruzados habrían de atravesar, en un lugar llamado Siauliai.
***
Aprovechando el breve respiro,
Lucien se quitó el yelmo, tomando aire a grandes bocanadas. Usó el sobretodo
para limpiarse algo del sudor y la sangre que le corrían por la cara, sin
preocuparse por las manchas de barro que le dejaba allí. Tan sólo quería
despejarse los ojos, que le escocían por las gotas de sudor.
Miró a su alrededor. Desde luego,
los paganos habían sabido escoger el lugar en el que atacar. Cerca de la orilla
de aquel río, del que no sabía ni el nombre, el suelo estaba completamente
embarrado, más aún debido a que aquel era un vado, donde el caudal del agua se
ensanchaba cubriendo una mayor cantidad de tierra. Todo ese fango inutilizaba
la caballería pesada, que apenas podía moverse, impedida por el peso de los
caballeros con toda su armadura.
No les había ocurrido lo mismo a
los lituanos. Sus caballos, más pequeños que los que cabalgaban los germanos,
sólo tenían que soportar el peso de un jinete vestido con simples armaduras de
cuero y piel. Normalmente nunca se habrían atrevido a atacar a los casi
invictos caballeros cruzados, pero el terreno había cambiado las tornas. La
noche anterior, la caballería ligera de los paganos había atacado el campamento
en el que ejército pernoctaba a la espera de cruzar el vado al amanecer. El
ataque estuvo bien ejecutado, con los jinetes arrojando con precisión sus
venablos contra guerreros que apenas podían avanzar con dificultad entre el
fango.
El asalto inicial había provocado
numerosas bajas, pero aún peor, había permitido tomar posiciones al resto del
ejército pagano. Al amanecer, los cruzados se encontraban cercados por una
fuerza superior en número, que comenzó a hostigarles sin descanso, atacando en
oleadas.
El ejército germano podía haber
intentado retirarse, y de hecho, algunos caballeros así lo plantearon. Pero eso
habría significado renunciar a la fortuna que habían acumulado durante la
expedición, algo a lo que muchos no estaban dispuestos. Y los Hermanos de la
Espada no se retirarían del combate, pues sus votos así lo impedían. De manera
que fueron pocos los que trataron de huir. Allí se quedarían y allí
aguantarían.
Y allí morirían, por lo visto.
Los cruzados habían estado combatiendo la mayor parte del día contra los
guerreros tribales, sin apenas tiempo a descansar. La disciplina, el armamento
superior y el riguroso entrenamiento marcial de los monjes guerreros era una
roca en torno a la cual se congregaban el resto de gente de armas, pero las
incesantes oleadas de atacantes la estaban erosionando.
En el último embate, Lucien había
visto caer a Gottfried von Eisenburg, komtur de Lennewarden. El enorme
caballero había caído como un oso bajo una manada de mastines. Se llevó a
varios paganos por delante, pero finalmente tres guerreros le habían derribado
al suelo y lo sujetaron lo suficiente como para que otro más pudiese rematarle
con una enorme hacha.
Poco antes de eso, la mayoría de
las tropas auxiliares livonias había intentado huir. Quizá algunos lo consiguieran,
pero Lucien suponía que la mayoría de ellos no volvería a ver sus hogares. Unos
cuantos, los más fieles, o los que tenían más cuentas pendientes con los
samogitas, se habían quedado. Akselis, por supuesto, estaba entre ellos, y por
ambos motivos. Había luchado con una frialdad extraordinaria, disparando virote
tras virote de su ballesta, sin retroceder pese al avance enemigo. Cuando los
samogitas llegaron hasta su posición, Lucien le perdió de vista, lo último que
vio fue como soltaba la ballesta para echar mano a su maza de guerra, antes de
ser engullido por la fuerza asaltante.
No volvió a verle hasta que el
contraataque de los caballeros germanos en el que él mismo participaba hizo
retroceder, al menos brevemente, a los paganos. Akselis yacía en el suelo, su
rostro reconocible, la única parte de su cuerpo que no estaba cubierta por las
heridas infligidas con las hachas que blandían los lituanos.
-Pudiera ser que Dios nos llamase
a su lado en este día. –Era la voz del Hermano Wilfred, komtur de Lennewarden.
Había hablado con voz tranquila, resignada. Lucien sabía que Wilfred había
recomendado intentar una retirada ordenada, no permitir que los paganos
escogiesen el lugar de la batalla, aunque eso significase abandonar el botín.
No había sido escuchado. Así que se quedó a combatir. Antes, cuando pareció que
los Samogitas estaban a punto de quebrantar las filas de los germanos,
valiéndose no sólo de sus armas, sino de la magia de sus dioses, que hizo
llover fuego y relámpagos sobre los caballeros, Wilfred y algunos otros
hermanos de gran poder resultaron vitales para frenar el avance, valiéndose de
todo el favor divino del que disponían. Habían estado magníficos, pero no sería
suficiente para salvar el día.
-Bien pudiera ser –respondió
Lucien a las palabras de su komtur –Al menos no necesitaremos confesión, pues
morir por la Cruz nos purifica el alma.
Intentó que sus palabras no
sonaran cargadas de amargura, pero no estaba seguro de haberlo conseguido. Si
Wilfred había notado el pesar en sus palabras, no dio muestras de ello.
-Quiero hablar con Otto -dijo en
cambio –Él no es un Hermano de la Espada, y no debería quedarse aquí, hasta el
final. La batalla está perdida, pero Volkwin debería pensar en salvar a todos
los laicos que sea posible. Tras este desastre, la frontera del Daugava estará
casi indefensa.
Lucien no daba crédito a sus
oídos. Wilfred se sabía ya hombre muerto, pero se preocupaba por lo que
ocurriese después allá en Ascheradan. La frialdad y disciplina de la que hacía
gala dieron escalofríos al normando.
Eso le hizo recordar algo. –Por
lo menos el Hermano Adam no está aquí. Alguien quedará para hacerse cargo de la
guarnición. Pero sí, tenéis razón, Hermano Wilfred. No es necesario que Otto
muera en este lugar.
Juntos caminaron entre el fango.
Los hombres de armas se afanaban en apartar los cadáveres entrelazados de
cristianos y paganos para despejar el terreno. Desde atrás, llegaban los gritos
de los heridos y moribundos, mientras los sacerdotes rezaban por su
recuperación o les ofrecían los santos óleos. Allí nadie se hacía ilusiones
sobre el resultado de la batalla, pero la moral no se había quebrantado, al
menos no todavía.
Llegaron hasta Otto, que se
mantenía junto a muchos otros cruzados temporales, aquellos que habían llegado
a estas tierras por un breve espacio de tiempo, y que ahora se daban cuenta de
que aquel lodazal del Báltico sería su tumba. El joven estaba sentado en el
fango, el azul de su sobretodo desaparecido bajo la costra de barro y sangre
que le cubría, con la mirada perdida de puro cansancio. Antes, Lucien le había
visto luchar con abandono casi suicida. Pero viéndose vivo todavía, parecía que
las fuerzas hubiesen abandonado al caballero.
-Otto –comenzó Lucien. No sabía
el tiempo que tenían, así que decidió hablar sin miramientos -, debes marcharte
de aquí.
El otro levantó la mirada,
sorprendido. No respondió.
-Tienes que abandonar este lugar en
cuanto tengas oportunidad para ello –continuó Wilfred con voz tranquila –Nosotros
estamos obligados a permanecer aquí por el vínculo de nuestros Votos, pero eso
no debería arrastrar a otros caballeros. Esta lucha no tiene esperanza. Tu
espada, así como las de otros serán necesarias en breve. Permanecer aquí,
buscar la muerte como forma de expiación de tus pecados es un acto de orgullo,
que puede no ser visto con buenos ojos por el Altísimo.
Otto parecía preocupado por lo
que oía –No quiero dejaros aquí. Sois mis Hermanos. Y no podéis negar la
salvación de mi alma que representa morir en defensa de la Cruz, aquí, en el
mismo lugar en el que mi tío ha perdido su vida.
-No, somos hermanos. No eres un
Hermano de la Espada, y nada debes a nuestra causa, al contrario que tu tío
Gottfried. Si lo deseas, puedes tomar los Votos en Riga, pero ahora márchate.
Busca otro lugar para morir, uno en el que tu final sirva de algo. Pero no
aquí. Vete en cuanto tengas una oportunidad, mientras los Hermanos contenemos a
los paganos. Y llévate contigo a quienes quieran seguirte, quizá así puedas
salvar algunas vidas. Es una orden directa –su voz sonaba tan poderosa, tan
cargada de autoridad, que durante un instante, Lucien dudó acerca de si Wilfred
había hecho uso de alguna oración de poder para coaccionar a Otto.
Abatido, el caballero laico se
puso en pie. Siguiendo los consejos que le fue dando Lucien, se desprendería de
su cota de mallas en el momento en que tuviera que alejarse del campo de
batalla, el peso de la armadura sólo le estorbaría y pondría en peligro en el
terreno pantanoso. Sin palabras que poder decir en un momento así, abrazó a
Lucien y saludó con una inclinación a Wilfred. Después, con lágrimas en los
ojos, retrocedió junto con otros hombres hacia la formación de los caballeros
laicos, donde lucharía hasta encontrar un punto por el que salir de aquella
trampa. La suya era una pobre oportunidad, pero al menos tenían algo.
A lo lejos, comenzaron a sonar
llamadas de cuernos. Los paganos volvían al ataque.
Wilfred y Lucien intercambiaron
una última mirada, y después, con toda la firmeza que podían dar a sus pasos,
se dirigieron al frente. En sus labios había una oración de batalla, a la que
se sumaron muchos más cruzados.
Dios, mi señor, consigue con mi espada, que aquellos que te buscan te
encuentren.
Dame fuerza para los desalentados, dame esperanza para los oprimidos, dame misericordia
para los arrepentidos, sobre todo da tormento para los perversos y ante todo da justicia a los
excluidos.
Dame fuerza para los desalentados, dame esperanza para los oprimidos, dame misericordia
para los arrepentidos, sobre todo da tormento para los perversos y ante todo da justicia a los
excluidos.
A lo lejos, se oían los gritos de
guerra de los guerreros lituanos que, deseosos de cobrarse venganza contra los
cruzados, se acercaban.
***
En sus nuevos aposentos en el
castillo de San Jorge, en Riga, Dietrich von Gruningen meditaba sobre la
enormidad de la tarea que se le había encomendado.
Tras la noticia de la casi
completa destrucción de la Hermandad de la Espada, se temió por la seguridad de
las plazas germanas en Livonia. Todo el Obispado de Riga podía sufrir un
ataque, y no sólo desde las tierras paganas. Los daneses no habían olvidado la
rapacidad con la que los Hermanos de la Espada habían atacado sus dominios
estonios, unos años atrás. Podían aprovechar la ventaja para tomar algunas
plazas fuertes, bajo la excusa de ofrecer protección a los cristianos de la
región.
Pero con la carta del Obispo
Nicholas había llegado otra misiva, esta de Guillermo de Módena, legado papal
en tierras bálticas. Haciendo uso de su autoridad respaldada por la Santa Sede,
el legado papal había ordenado el ingreso de lo que quedaba de la Hermandad de
la Espada en la Orden Teutónica. Hermann Balk había otorgado a su segundo el
nombramiento de Ostmeister de Livonia. Necesitaría la confirmación del Gran
Maestre, pero no dudaba de que Hermann von Salza daría el visto bueno.
Así que, apenas dos días después
de conocer la noticia del desastre de la Batalla de Saule, Dietrich se había
embarcado en dirección a Riga, con dos cocas llenas de caballeros y soldados
teutones. Le acompañaba la delegación de Hermanos de la Espada, en quienes había
llegado a depositar cierta confianza.
A su llegada a Riga habían sido
saludados como salvadores por la población. Pero no había tiempo que perder. Lo
primero que Dietrich había hecho fue entrevistarse con el obispo. Lo que oyó no
le gustó demasiado. Al parecer, incluso el obispado deseaba su parte del
cadáver de la orden livonia, pues había ocupado algunos de sus castillos, por
supuesto alegando la necesidad de proteger al pueblo. Era un problema que
precisaba de una solución rápida, pero había otros más urgentes.
El primero de los cuales era
asegurarse la lealtad de los restos de la Hermandad. Adelantándose a estas
necesidades, Guillermo de Módena había convocado a la mayoría de los komtur de
las plazas más cercanas a Riga, para que rindieran voto de obediencia a su
nuevo Ostmeister y a la orden a la que pertenecía ahora. Dada la urgencia, se
había decidido permitir que los Hermanos conservaran su propia regla y
costumbres, con tal de que juraran lealtad a la orden teutónica.
Varias de las fortalezas del
Daugava estaban casi desguarnecidas. La que se encontraba en mayor estado de
indefensión era Ascheradan, de donde venían los enviados de la embajada. El lugar
ni siquiera era una fortaleza, sino un fuerte de madera livonio. Sin otros
recursos a los que recurrir, Dietrich había nombrado al Hermano Adam nuevo
komtur de Ascheradan y le había encargado la transformación del fuerte de
madera en una robusta fortaleza de piedra.
***
Otto von Eisenburg comenzaba a
sentirse más tranquilo a cada día. Al principio, saberse vivo tras presenciar
la muerte de tantos de los suyos le había llenado de remordimientos que
atormentaban su sueño. Pesadillas sobre su huida por las marismas, evitando a
los lituanos que remataban a todo cruzado que cayese en sus manos. Había sido
espantoso, más todavía por su sentimiento de ser un cobarde, de dejar atrás a
sus hermanos de armas.
Pero había sobrevivido. Él y
otros pocos más habían alcanzado la frontera livonia y se habían dirigido a
Riga, donde llegaron tras pasar muchas penalidades, llevando consigo las
noticias sobre el desastre.
Muchos de los supervivientes
habían decidido que ya tenían bastante con la parte cumplida en la cruzada, y
abandonaron aquellas tierras. Pero Otto sabía que ya nunca podría regresar a
casa. No si quería librarse de la culpa que, lejos de haberse aliviado allí, se
agrandaba cada vez más. Así que había decidido tomar los Votos de un Hermano de
la Espada.
Se había reencontrado con el
Hermano Adam tras el regreso de este a Riga, acompañado por los caballeros
teutones que tomarían el puesto de los caídos. Otto consiguió que se le
destinara a Ascheradan, ahora bajo las órdenes del nuevo komtur.
Su llegada allí había tenido más
sorpresas desagradables. Lord Taksis Aizkrauklis había aprovechado la situación
para recuperar el fuerte de madera, que había perdido años atrás a manos de los
cruzados. Aún más, según les contaron los hombres de armas germanos que
aguardaban fuera de la población, expulsados por Aizkrauklis, el Hermano Roger
había sido asesinado por los propios auxiliares livonios, cuando trató de
impedir que éstos saquearan la capilla del fuerte.
Adam había actuado con
contundencia. Tras buscar voluntarios en la población livonia, con escaso
éxito, había lanzado un asalto nocturno contra el fuerte. La batalla había sido
dura, pero Aizkrauklis no contaba con suficientes guerreros como para defender
apropiadamente el lugar, y la presencia de dos caballeros fuertemente armados
fue suficiente como para compensar la diferencia numérica entre ambas fuerzas.
Ahora, Taksis Aizkrauklis había
sido desposeído de todos sus bienes y exiliado de Ascheradan. A Otto le parecía completamente derrotado, como si se hubiera operado un cambio en su persona. Antes parecía un guerrero veterano y lleno de dignidad, pero ahora no era más que un anciano cansado y triste. Sus pertenencias,
confiscadas por Adam, servirían para empezar a financiar la construcción del
castillo de piedra que, lo más rápidamente posible, debían erigir allí.
***
Bueno, después de dos semanas sin
jugar podemos retomar la campaña. Esta sesión fue un verdadero punto de
inflexión. Muchos de los PNJ que conocieran los protagonistas de esta historia
están ahora muertos. Y los PJ se encuentran al mando de una fortaleza y sus
dominios.
La campaña, tal y como aparece en
Crusaders of the Amber Coast, incluye
un pequeño sistema para llevar un seguimiento del estado de la fortaleza y el
dominio. Pero sabiendo que a los jugadores les gusta este tipo de cosas, decidí
dar un poco más de detalle a la cuestión de regir Ascheradan, valiéndome de Empires, suplemento para MRQII. Dicho libro incluye un capítulo
dedicado precisamente a este tipo de dominios, relativamente pequeños, con sus
eventos estacionales, sus reglas para el estado de humor de la población, la
consideración del señor entre otros nobles y la construcción de edificios
importantes. Así que parece que, si la cosa gusta, dedicaremos algunas sesiones
a llevar el paso del tiempo, y ver si, a pesar de todas las penurias que les
aguardan, son capaces de construir un castillo de piedra.