El último fin de semana resultó de lo más prolífico, al menos para lo que estoy acostumbrado desde hace largo tiempo. Además de la partida de Mediterráneo Mítico que dirigí el viernes, el sábado por la noche terminamos el escenario The Slaves of the Moon, que llevábamos pendiente desde hacía algún tiempo.
***
Usul ha llegado a un acuerdo con Natari, la reina de Kumara. Descenderá a las criptas en las que, supuestamente, yace el espectro de Ur-Kharra, el antiguo gobernante de la ciudad, para acabar definitivamente con lo que queda de este antiguo brujo, pues cuenta la tradición que ningún kumarano podrá acabar con Ur-Kharra. Cuando el nómada pregunta a los presentes si alguien está dispuesto a acompañarle, uno de los nobles, llamado Ir-Sun se adelanta, ofreciéndose a acompañarle a las profundidades bajo el Templo de la Luna. Desafortunadamente a Usul se le escapa la mirada que Kazozi, el hermano de Natari, ha intercambiado con Ir-Sun, casi conminándole a que realizar este ofrecimiento...
Con una antorcha en una mano, y su cimitarra en la otra, Usul y su compañero comienzan el descenso por unas viejas escaleras de piedra, descubiertas cuando unos guardias levantan una losa del suelo en una de las cámaras de palacio. A continuación, los nerviosos guardias comienzan a montar guardia, aguardando el regreso de los dos temerarios que se introducen en las criptas.
Las escaleras acaban en una sala cuya única salida conduce a un pequeño pasillo, rematado por unas grandes puertas de bronce en su extremo final. Las puertas tienen un grabado en su superficie, representando a un hombre coronado y vestido con una túnica, rodeado de otros hombres. A juzgar por la diferencia de tamaño entre el monarca y sus súbditos, el de la corona parece mucho más grande, de talla inmensa.
Usul empuja con fuerza hasta abrir las broncíneas puertas, dejando vía libre para entrar en otra sala. Comienzan a cruzar con cuidado, pero pronto se dan cuenta de que la sala no estaba tan despejada como parecía a simple vista. Gruesas hebras de algún tipo de tejido pegajoso penden entre las paredes, enredando a los dos hombres. Usul, que ya ha tenido experiencias similares en el pasado, comienza a quemar las hebras con la antorcha, consciente de que, al debatirse contra ellas, están haciendo que vibren, y eso puede suponer atraer algo.
No tarda mucho en descubrir cuanta razón tiene. Mientras el nómada revisa la cámara, su compañero kumarano profiere un alarido de terror, al ver entrar en la sala, a través de un pasillo, a dos enormes arañas, grandes como mastines. Una camina por el suelo, mientras la otra se mueve cerca del techo, que está a unos seis metros de altura.
Usul reacciona raudo, y comienza a propinar tajos contra el cefalotórax de la primera araña, mientras se mantiene a distancia de sus poderosas mandíbulas. Con tres o cuatro tajos consigue casi partir en dos al monstruo, que queda tendido en el suelo agitando sus patas. Y eso mientras salta a uno y otro lado, evitando las hebras que la otra bestia le arroja desde lo alto.
A continuación, el nómada toma impulso para dar un poderoso salto en un intento de alcanzar de un golpe a la araña de la pared. No lo consigue, pero el monstruo se arroja sobre él, tratando de inmovilizarle. Pero Usul esquiva la acometida, y después acaba con la criatura a base de golpes de cimitarra.
Después de recuperar el aliento, continúa la exploración de las criptas. Siguen el pasillo por el que han entrado las arañas, llegando una gran sala cuyo techo abobedado está soportado por columnas, y con las paredes llenas de frescos, además de enormes telarañas por todas partes. Restos de presas devoradas -ratas y sabandijas de gran tamaño- delatan que esto era el lugar en el que anidaban las arañas.
Ante la luz de las antorchas, los frescos vuelven a mostrar la efigie del enorme monarca, rodeado de sus cortesanos de piel clara, y con los esclavos de piel negra arrodillados ante él. Ir-Sun contempla las imágenes con odio. Así era antaño, cuenta, antes de que la primera Natari -pues es un nombre que se transmite de madre a hija entre las reinas de Kumara- reinase en la ciudad, y los antiguos amos quedaran convertidos en esclavos. Y así seguirá siendo por siempre, añade con la voz llena de rabia.
Un registro del lugar no da como resultado nada más que el hallazgo de una vieja hacha junto a un montón de huesos humanos. Así que siguen su camino saliendo de la sala por el extremo opuesto por el que entraron. Y ese camino les lleva a una sala presidida por un trono. Un trono de dimensiones enormes, mayores que las de un ser humano. Puede que la diferencia de tamaño entre el monarca y sus súbditos en la puerta y el fresco de las paredes no sea una representación simbólica de la grandeza de Ur-Kharra, después de todo.
Pero la atención de Usul se ve más atraída todavía por los cofres de madera que hay a los pies del trono. Podridos y deshechos por el paso del tiempo, a la luz del fuego brillan las moderas de oro y las joyas que hay desparramadas por el suelo. El tesoro de un rey, ciertamente. El nómada no pierde el tiempo y rápidamente comienza a llenar su saco con las piezas que va seleccionando de entre el tesoro, las mejores joyas que pueda cargar sin problemas.
Algo comienza a ocurrir en ese momento. Ante la atónita mirada de Usul, las joyas y monedas comienzan a fundirse entre sus dedos, sin calor sino con un tacto viscoso, como el de una babosa. Pronto, todo el tesoro ha quedado convertido en una masa amorfa de babas doradas, que confluye en un punto y comienza a moverse, generando pseudópodos con los que trata de agarrar al nómada. Cuando Usul salta hacia atrás y comienza a retroceder, la masa fluye y se mueve adoptando la forma de una enorme serpiente que ataca con sus fauces mientras intenta atrapar y constreñir con sus anillos al intruso.
La lucha es fiera pero el khazrajita acaba imponiéndose. La serpiente es partida en dos por su parte central, y en ese momento, de forma instantánea, pierde toda coherencia, derramándose sobre el suelo, convertida en nada más que una masa tóxica y maloliente. Del charco que queda comienzan a emerger unos vapores, y en ellos aparecen imágenes, que Usul e Ir-Sun contemplan asombrados: Kumara en su momento de esplendor, siglos atrás, bajo el gobierno de Ur-Kharra, sin duda uno de los antiguos reyes-gigantes de la Antigua Kuth, con las gentes de piel clara gobernando cruelmente sobre los esclavos negros. La imagen cambia, revelando a una de las jóvenes esclavas de su harén, postrándose ante una tosca imagen tallada en piedra, con la forma de cabeza felina. De la oscuridad, un leopardo surge para yacer con la muchacha. Una nueva imagen muestra como la joven, a solas con el monarca, le apuñala por la espalda, valiéndose de una daga que parece tener por hoja un enorme colmillo. Pero el espectro de Ur-Kharra se alza desde su cadáver ensangrentado, saliendo de la cámara en la que está para dirigirse hasta la sala del trono, y entrando en su tesoro, que queda maldito desde ese momento.
Las imágenes se desvanecen junto con los nocivos vapores. Usul se queda pensativo. Parece que las cosas no son tal y cómo le habían contado...
En la sala adyacente, en la que todavía se aprecian trazas de que tiempo atrás debió de ser algún tipo de cámara de placer, el nómada encuentra un esqueleto tirado en el suelo, de alguien que debió de medir unos tres metros de altura. A su lado hay una daga tirada, con un enorme colmillo engarzado con plata en una empuñadura. Usul se guarda para sí el arma.
Registran algo más de la cripta, encontrando una biblioteca con algunos tomos de aspecto extraño, indescifrables para el khazrajita. De todos modos, toma uno al azar (Las lecturas de Ong el Sabio) pensando en mostrárselo a un viejo conocido, el escriba real de Khadis, si alguna vez vuelve a encontrarse con él.
Decide regresar al nivel superior del palacio, pues todo indica que su tarea está completa. Sin embargo, cuando comienza a caminar, siente un punzante dolor en la espalda ¡Ir-Sun le ha apuñalado! el noble kumarano ha dejado clavada su espada corta en Usul, para acto seguido comenzar a transformarse en leopardo.
Con un gruñido el nómada se arranca el arma, mientras el traidor comienza la transformación. El leopardo ataca, pero enseguida queda claro que Usul es más de lo que puede manejar. Con dos certeros mandobles le amputa una de sus patas delanteras y atraviesa su costado. Ir-Sun recupera la forma humana, ya cadáver.
Cauteloso por si arriba le esperase una emboscada, Usul asciende los escalones. Por suerte, arriba solo están los guardias que esperaban su regreso, que contemplan asustados al enorme guerrero cubierto de sangre propia y ajena, además del icor de las arañas y las inmundicias del espectro de Ur-Kharra.
Llega la reina, escoltada por sus cortesanos y más guardias. Usul le explica lo sucedido. Según ha deducido, la maldición de la licantropía que sufre la estirpe de Natari no se debe a la maldición de Ur-Kharra, sino a la ofrenda recibida por Nwanga-Zaal, el dios felino adorado en Kumara. Después de todo, parece que fue un enviado del dios quien engendró a la primera Natari... Por el contrario, la maldición del rey gigante debió de ser el aislamiento que sufre Kumara del mundo exterior. Ahora que su espectro ha sido derrotado, es de esperar que su poder deje de tener efecto.
Y ciertamente, pocos minutos después comienzan los gritos de sorpresa por toda la ciudad cuando los kumaranos observan como las sempiternas nieblas que cercaban el valle que habitan comienzan a desaparecer. En pocos minutos hasta los últimos hilachos de niebla se han evaporado. Incapaces de reconocer si esto es algo bueno o preludio de desastres aún mayores, los kumaranos observan nerviosos el devenir de acontecimientos.
Usul pide aundiencia privada a Natari, quien accede. En una sala, el nómada le cuenta la traición de Ir-Sun. La reina de Kumara muestra sorpresa y enfado. El noble era uno de los hombres de confianza de Kazozi, su hermano. Kazozi, al contrario que Natari, considera su estado de licántropo como una bendición, algo en lo que regodearse cazando y devorando presas humanas. Furiosa por lo ocurrido, y segura de que ha sido Kazozi quien dio las órdenes de asesinar al nómada -y probablemente también fue quien puso a Usul tras la pista de ella misma, esperando que así acabase con ella-, Natari ordena a sus guardias que detengan a Kazozi.
La orden llega tarde. Al descubrir que Usul todavía seguía con vida, el hermano de Natari se marchó discretamente. Ahora nadie sabe donde está. Lo que es peor, problemas más acuciantes exigen la atención de la reina. Los esclavos están al borde de una revuelta, al ver como desaparecían las nieblas. Claman contra sus monstruosos amos, que asesinan y devoran a los suyos con cada luna llena.Y Natari no sabe con cuántos partidarios contará Kazozi en palacio, incluyendo la guardia. Todo apunta a que la guerra civil está a punto de estallar en Kumara.
Usul hace una sugerencia a la reina: Para bajar la tensión habría que demostrar a los esclavos que la maldición de la licantropía ha desaparecido. Y para eso tal vez se podría ir al lugar en el que se invocó la ayuda de Nwanga Zaal por primera vez, y buscar allí una forma de acabar con el problema. A Natari le parece bien. Hace llamar al viejo sacerdote del dios felino y le pregunta por el altar de piedra. El sacerdote lo conoce, está en un claro cerca del límite del valle, un lugar sagrado en el que se adoraba a Nwanga Zaal antes de convertir el palacio de Ur-Kharra en el Templo de la Luna.
Con las instrucciones sobre como llegar al claro bien memorizadas, Usul abandona Kumara. Decide salir discretamente, en prevención a que alguien quisiera seguirle. Mientras atraviesa la ciudad, se da cuenta de cómo todo pende de un hilo. En cualquier momento alguien puede dar el primer golpe y entonces todo acabará en un baño de sangre.
Tras un rato, alcanza su destino. El claro está junto a la ladera de las colinas boscosas que rodean el valle. Allí está la imagen sagrada tallada en piedra, sobre un burdo pedestal. En la propia ladera se abre la puerta de una gruta, de la que emana un fuerte olor animal. Usul se yergue frente a la entrada de la gruta, con su cimitarra en una mano y la daga que mató a Ur-Kharra en la otra, y profiere un grito llamando a la bestia.
Poco a poco, de entre las sombras, va surgiendo una silueta, un inmenso leopardo del tamaño de un tigre dientes de sable. Y con colmillos de ese tamaño. O colmillo, en realidad, pues solo tiene uno. Usul se prepara mientras la majestuosa bestia gruñe con un sonido ronco, dispuesta para el ataque...
Esa misma tarde, poco antes del anochecer, los ánimos están muy caldeados en Kumara. La mayoría de habitantes se encierra en sus casas, temerosos de ser asesinados en las calles. Los esclavos se unen en grupos, armados con lo primero que encuentran. La guardia forma fuera de palacio, preparados para atacar cuando se les de la orden. Natari observa, preocupada, lo que parece que va a ser el final de su reinado, y de la propia Kumara.
Entonces llega un hombre a la explanada que hay cerca del palacio, donde se encuentra la guardia. Le siguen muchos curiosos que deben de haberle visto caminar por las calles de la ciudad, pero que se mantienen a una distancia prudencial de él. En una mano, el hombre empuña una cimitarra. En la otra, la enorme cabeza de algún felino de increíble tamaño.
Usul se pone entre los bandos enfrentados y levanta la testa decapitada del leopardo. Natari comienza a improvisar un discurso, afirmando que la bestia que mataba a los esclavos en las noches de luna llena ha muerto, y que las muertes se detendrán, pues la maldición que pesaba sobre Kumara ha desaparecido. Cuando cae la noche y se alza la Luna sin que nadie se transforme en bestia, todos comprueban sorprendidos que, efectivamente, la maldición se ha desvanecido.
La tensión decrece lo suficiente como para evitar el derramamiento de sangre. Usul esperaba poder abolir la esclavitud en Kumara, pero acaba aceptando que acabar con una situación como la que vive la ciudad está más allá de sus posibilidades. Descansa en la ciudad durante unos días, lo suficiente como para reponer fuerzas y comprobar si el desaparecido Kazozi va a realizar algún movimiento, pero parece que el hermano de Natari ha abandonado el valle.
De modo que el nómada khazrajita, una vez repuesto de todos sus esfuerzos, retoma el camino. Espera no estar ya demasiado lejos del linde de la jungla, y con esa esperanza continúa hacia el norte.
En la sala adyacente, en la que todavía se aprecian trazas de que tiempo atrás debió de ser algún tipo de cámara de placer, el nómada encuentra un esqueleto tirado en el suelo, de alguien que debió de medir unos tres metros de altura. A su lado hay una daga tirada, con un enorme colmillo engarzado con plata en una empuñadura. Usul se guarda para sí el arma.
Registran algo más de la cripta, encontrando una biblioteca con algunos tomos de aspecto extraño, indescifrables para el khazrajita. De todos modos, toma uno al azar (Las lecturas de Ong el Sabio) pensando en mostrárselo a un viejo conocido, el escriba real de Khadis, si alguna vez vuelve a encontrarse con él.
Decide regresar al nivel superior del palacio, pues todo indica que su tarea está completa. Sin embargo, cuando comienza a caminar, siente un punzante dolor en la espalda ¡Ir-Sun le ha apuñalado! el noble kumarano ha dejado clavada su espada corta en Usul, para acto seguido comenzar a transformarse en leopardo.
Con un gruñido el nómada se arranca el arma, mientras el traidor comienza la transformación. El leopardo ataca, pero enseguida queda claro que Usul es más de lo que puede manejar. Con dos certeros mandobles le amputa una de sus patas delanteras y atraviesa su costado. Ir-Sun recupera la forma humana, ya cadáver.
Cauteloso por si arriba le esperase una emboscada, Usul asciende los escalones. Por suerte, arriba solo están los guardias que esperaban su regreso, que contemplan asustados al enorme guerrero cubierto de sangre propia y ajena, además del icor de las arañas y las inmundicias del espectro de Ur-Kharra.
Llega la reina, escoltada por sus cortesanos y más guardias. Usul le explica lo sucedido. Según ha deducido, la maldición de la licantropía que sufre la estirpe de Natari no se debe a la maldición de Ur-Kharra, sino a la ofrenda recibida por Nwanga-Zaal, el dios felino adorado en Kumara. Después de todo, parece que fue un enviado del dios quien engendró a la primera Natari... Por el contrario, la maldición del rey gigante debió de ser el aislamiento que sufre Kumara del mundo exterior. Ahora que su espectro ha sido derrotado, es de esperar que su poder deje de tener efecto.
Y ciertamente, pocos minutos después comienzan los gritos de sorpresa por toda la ciudad cuando los kumaranos observan como las sempiternas nieblas que cercaban el valle que habitan comienzan a desaparecer. En pocos minutos hasta los últimos hilachos de niebla se han evaporado. Incapaces de reconocer si esto es algo bueno o preludio de desastres aún mayores, los kumaranos observan nerviosos el devenir de acontecimientos.
Usul pide aundiencia privada a Natari, quien accede. En una sala, el nómada le cuenta la traición de Ir-Sun. La reina de Kumara muestra sorpresa y enfado. El noble era uno de los hombres de confianza de Kazozi, su hermano. Kazozi, al contrario que Natari, considera su estado de licántropo como una bendición, algo en lo que regodearse cazando y devorando presas humanas. Furiosa por lo ocurrido, y segura de que ha sido Kazozi quien dio las órdenes de asesinar al nómada -y probablemente también fue quien puso a Usul tras la pista de ella misma, esperando que así acabase con ella-, Natari ordena a sus guardias que detengan a Kazozi.
La orden llega tarde. Al descubrir que Usul todavía seguía con vida, el hermano de Natari se marchó discretamente. Ahora nadie sabe donde está. Lo que es peor, problemas más acuciantes exigen la atención de la reina. Los esclavos están al borde de una revuelta, al ver como desaparecían las nieblas. Claman contra sus monstruosos amos, que asesinan y devoran a los suyos con cada luna llena.Y Natari no sabe con cuántos partidarios contará Kazozi en palacio, incluyendo la guardia. Todo apunta a que la guerra civil está a punto de estallar en Kumara.
Usul hace una sugerencia a la reina: Para bajar la tensión habría que demostrar a los esclavos que la maldición de la licantropía ha desaparecido. Y para eso tal vez se podría ir al lugar en el que se invocó la ayuda de Nwanga Zaal por primera vez, y buscar allí una forma de acabar con el problema. A Natari le parece bien. Hace llamar al viejo sacerdote del dios felino y le pregunta por el altar de piedra. El sacerdote lo conoce, está en un claro cerca del límite del valle, un lugar sagrado en el que se adoraba a Nwanga Zaal antes de convertir el palacio de Ur-Kharra en el Templo de la Luna.
Con las instrucciones sobre como llegar al claro bien memorizadas, Usul abandona Kumara. Decide salir discretamente, en prevención a que alguien quisiera seguirle. Mientras atraviesa la ciudad, se da cuenta de cómo todo pende de un hilo. En cualquier momento alguien puede dar el primer golpe y entonces todo acabará en un baño de sangre.
Tras un rato, alcanza su destino. El claro está junto a la ladera de las colinas boscosas que rodean el valle. Allí está la imagen sagrada tallada en piedra, sobre un burdo pedestal. En la propia ladera se abre la puerta de una gruta, de la que emana un fuerte olor animal. Usul se yergue frente a la entrada de la gruta, con su cimitarra en una mano y la daga que mató a Ur-Kharra en la otra, y profiere un grito llamando a la bestia.
Poco a poco, de entre las sombras, va surgiendo una silueta, un inmenso leopardo del tamaño de un tigre dientes de sable. Y con colmillos de ese tamaño. O colmillo, en realidad, pues solo tiene uno. Usul se prepara mientras la majestuosa bestia gruñe con un sonido ronco, dispuesta para el ataque...
Esa misma tarde, poco antes del anochecer, los ánimos están muy caldeados en Kumara. La mayoría de habitantes se encierra en sus casas, temerosos de ser asesinados en las calles. Los esclavos se unen en grupos, armados con lo primero que encuentran. La guardia forma fuera de palacio, preparados para atacar cuando se les de la orden. Natari observa, preocupada, lo que parece que va a ser el final de su reinado, y de la propia Kumara.
Entonces llega un hombre a la explanada que hay cerca del palacio, donde se encuentra la guardia. Le siguen muchos curiosos que deben de haberle visto caminar por las calles de la ciudad, pero que se mantienen a una distancia prudencial de él. En una mano, el hombre empuña una cimitarra. En la otra, la enorme cabeza de algún felino de increíble tamaño.
Usul se pone entre los bandos enfrentados y levanta la testa decapitada del leopardo. Natari comienza a improvisar un discurso, afirmando que la bestia que mataba a los esclavos en las noches de luna llena ha muerto, y que las muertes se detendrán, pues la maldición que pesaba sobre Kumara ha desaparecido. Cuando cae la noche y se alza la Luna sin que nadie se transforme en bestia, todos comprueban sorprendidos que, efectivamente, la maldición se ha desvanecido.
La tensión decrece lo suficiente como para evitar el derramamiento de sangre. Usul esperaba poder abolir la esclavitud en Kumara, pero acaba aceptando que acabar con una situación como la que vive la ciudad está más allá de sus posibilidades. Descansa en la ciudad durante unos días, lo suficiente como para reponer fuerzas y comprobar si el desaparecido Kazozi va a realizar algún movimiento, pero parece que el hermano de Natari ha abandonado el valle.
De modo que el nómada khazrajita, una vez repuesto de todos sus esfuerzos, retoma el camino. Espera no estar ya demasiado lejos del linde de la jungla, y con esa esperanza continúa hacia el norte.
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Me parece que esta partida debió de ser diseñada teniendo muy en cuenta la posibilidad de un final más, digamos, estándar. Es decir, el protagonista abandona la ciudad en llamas mientras sus habitantes se matan entre sí, un frenesí de odio acumulado durante generaciones que se suelta de golpe. Y si acaso, le puede acompañar una hermosa joven. Podría haber acabado así.
Pero el jugador decidió hacer el papel de héroe, salvando a Kumara de sí misma. Un poco anticlimático, pero le funcionó.
Hubo un grave error en el combate con el leopardo gigante. En parte culpa mía, por no haberme dado cuenta a tiempo. Es lo que tiene que el encargado de hacer la adaptación entre sistemas -recordemos que los escenarios de Xoth están hechos originalmente para d20- o bien no le ponga mucho interés, o bien no tenga un buen conocimiento de los dos sistemas entre los que se está moviendo. Ya lo he mencionado otras veces, pero aquí lo ha vuelto a hacer. El leopardo es un bicho muy respetable, de TAM 30. Pero sus garras y colmillos aparecen listados con tamaño M. Eso permite a un combatiente mantener a raya al bicho valiéndose solo de su espada, por ejemplo. No fue hasta el final de la lucha cuando caí en la cuenta de que con semejante TAM, sus armas naturales debían ser más potentes (efectivamente, tendrían que haber sido de tamaño G), y al no haberme dado cuenta a tiempo el combate con la bestia acabó siendo mucho más sencillo de lo que debería haber sido. Bueno, me mantendré más atento con estas cosas en lo sucesivo.
Ya solo nos quedan tres escenarios por jugar, de toda la antología. Eventualmente lo haremos, espero. Pero para la próxima tengo intención de realizar un cambio de tercio. Vamos a dejar Xoth aparcado durante en una breve pausa, porque tengo muchas ganas de probar Classic Fantasy. Con los PJ pregenerados que ha preparado el propio autor del suplemento tengo intención de dirigir un escenario para algunos jugadores de la asociación a la que voy últimamente. Veremos si puedo contar algo sobre la experiencia dentro de un tiempo.