-Dios os guarde –repitió
Dominic de Marsella, aunque los viajeros estaban ya demasiado lejos
como para poder oír sus palabras. La barcaza que les trasladaba a la
otra orilla del Vístula se movía con lentitud pero con seguridad,
trasladando a sus pasajeros hasta la franja de territorio arrebatado
a los prusios por los caballeros teutones en una guerra en que la
crueldad y el heroísmo, Dominic bien lo sabía, podían ser hallados
en ambos bandos.
A bordo de la embarcación
se encontraban sus escoltas. Al hermano de la espada le habían caído
en gracia los tres. Ni el hermano Adam ni su auxiliar Zemvaldis le
había dirigido una sola mala mirada después de que el pánico se
apoderase de Dominic cuando vio acercarse a los piratas prusios. No
les reprochaba el que le hubiesen reducido cuando vociferaba,
ordenando la rendición de la nave. Habían organizado la defensa y
triunfado en el combate.
Y ahora habían
demostrado otros talentos.
Tras arribar a Gdansk, no
habían perdido tiempo a la hora de buscar una embarcación fluvial
que les llevase por el Vístula hasta la ciudad de Kulm, sede de la
Orden Teutónica. Era ésta una ciudad comercial, fundada un siglo
atrás como centro de intercambio de bienes más que como base
militar. Pero ahora, con la llegada de los caballeros teutones, la
ciudad había sido fuertemente fortificada, acuartelando a una enorme
cantidad de cruzados y abasteciendo las fortalezas más adelantadas
en territorio conquistado.
Acompañado de sus
ayudantes, Dominic se había dirigido hasta la fortaleza teutona que
alojaba a Hermann Balk, el Ostmeister, el más alto cargo de
la Orden Teutona en estas tierras, por debajo sólo del propio
Hermann von Salza, el Gran Maestre. Durante tres días estuvieron
esperando a ser recibidos, en el salón al que eran conducidos, donde
aguardaban durante horas antes de que un caballero les informara que
el Ostmeister no podía recibirles. Y al día siguiente lo mismo. El
embajador de la Hermandad de la Espada no era recibido en audiencia,
pero tampoco era explícitamente rechazado.
Hasta que, informándose
entre los comerciantes y clérigos de la ciudad (y repartiendo
algunas monedas bien invertidas en la compra de información entre
los sirvientes del castillo) averiguaron la verdad. Hermann Balk se
encontraba enfermo. Y la suya no parecía ser una enfermedad común;
clérigos bien versados en el arte de la curación habían fracasado
en la tarea de hallar un remedio al mal del Ostmeister, ni siquiera
recurriendo a las más poderosas plegarias. Se hablaba de brujería
pagana. Se hablaba de demonios.
Y eso era algo en lo que
el Hermano Adam, Tekla y Zemvaldis tenían experiencia. Haciendo gala
de ello, el cuarto día trataron de entrevistarse de nuevo con el
dirigente de la Orden Teutónica, pero esta vez demostrando
conocimiento de la enfermedad que le aquejaba.
Funcionó. Pronto estaban
hablando con Dietrich von Grüningen, el segundo al mando de Hermann
Balk. Éste les confirmó que su superior había caído presa de una
enfermedad que no habían logrado curar. Lo que es más,
recientemente habían encontrado a una vieja bruja haciendo su magia
pagana junto al enfermo. Nadie sabía cómo había podido llegar
hasta los propios aposentos del Ostmeister, pero la bruja se
encontraba obrando su magia allí cuando unos caballeros la
sorprendieron. La bruja aguardaba ahora en una mazmorra, a la espera
de lo que los hermanos teutones decidieran hacer con ella.
Tekla pidió hablar con
la bruja, sobre todo después de que Dietrich les hubiese mostrado
una rama de árbol con runas inscritas que la vieja empuñaba cuando
la detuvieron. Según había dicho la muchacha, de la que Dominic
comenzaba a sospechar que era ella misma una ragana, las runas
talladas tenían una función curativa. En sus palabras, similares a
las que recubrían cierto mazo encantado que Tekla había empuñado
un tiempo atrás para destruir un altar al demonio en una isla del
Daugava. Adam y Zemvaldis corroboraron la historia de la muchacha.
Trajeron a la vieja, que
afirmaba llamarse Kirs. Esta, tras un interrogatorio bastante
confuso, confirmó las palabras de Tekla. El jefe de los caballeros
cristianos, dijo, estaba bajo una maldición, un poderoso conjuro
elaborado por los vilkacis, algo que Dominic entendió que debía ser
algún tipo de entidad diabólica. Kirs había tratado de curar a
Hermann Balk, una afirmación que se encontró con la incredulidad de
los presentes. Pero la vieja parecía convincente cuando contó que
si los vilkacis eran responsables de la enfermedad del Ostmeister,
sería para lograr algo que resultaría tan dañino para los bálticos
como para los germanos. Los vilkacis representaban, a sus ojos, una
amenaza mayor que los cristianos.
¿Había una cura? Es
posible, dijo la vieja ragana. El poder de la maldición superaba en
mucho a sus propias fuerzas, pero si alguien podía derrotar a la
magia de los vilkacis era el Kriwe, el alto druida de la romuva, el
mayor sacerdote de la religión báltica, único mortal que podía
ser iniciado en los misterios de Dievs, Padre de los Dioses. Si había
un equivalente al Santo Padre entre los bálticos, era el Kriwe.
El Kriwe habitaba en el
Romowe, un bosque sagrado que se hallaba en algún lugar de Prusia,
su localización desconocida salvo para unos pocos. Kirs se ofreció
a guiar a Tekla, Zemvaldis y Adam hasta allá. Sentía en ellos,
explicó, la bendición de la Dama del Daugava, lo que les hacía
dignos.
No costó mucho convencer
a Dietrich von Grüningen para que accediese a liberar a Kirs. Con
ella como guía, los tres acompañantes de Dominic cruzaban ahora el
Vístula, dirigiéndose a las tierras de Prusia, donde tribus
agresivas y tan dispuestas a luchar entre ellas como con los
invasores germanos aguardaban.
***
En Riga, los primeros
cruzados estacionales comenzaban a desembarcar. Venidos desde
Alemania, Francia, Inglaterra, Suecia y Noruega, caballeros y hombres
de armas acudían a la llamada de la cruzada, dispuestos a luchar
contra los paganos por la Cruz, la salvación de sus almas y el botín
que esperaban hacer con sus victorias. La gran mayoría de ellos
tomaría parte en la gran expedición que se estaba preparando desde
hacía un año. Con un centenar de hermanos de la espada como núcleo
del ejército, una hueste como no se había visto en estas tierras se
adentraría en tierras lituanas para asestar un golpe mortal al poder
de los paganos.
Acudiendo a la llamada
del Obispo Nicholas y el Gran Maestre Volkwin von Winterstein, todas
las fortalezas estaban haciendo su aportación de fuerzas. Eso
incluía a Ascheradan. Wilfred von Bremen, komtur de esa guarnición,
acompañado del Hermano Lucien, del guerrero Akselis y de una
veintena de germanos y auxiliares livonios, estaba en la ciudad, que
parecía temblar ante la presencia de tantos hombres armados.
-Lástima que el Hermano
Adam no esté presente –mencionó Lucien. Parecía contento con la
perspectiva de una gran batalla. A Wilfred no le sorprendía esa
actitud. Lucien era normando, y de todos era bien sabido el carácter
belicoso de esas gentes, amantes de la guerra y la conquista como lo
habían sido sus antepasados norteños. En ocasiones el komtur había
mantenido dudas sobre la fuerza de la fe de Lucien, pero nunca sobre
su valor, su lealtad y su disposición al combate.
-Ya os he contado lo que
me explicó el Gran Maestre –respondió a las palabras del
normando- Adam y los suyos hubieron de embarcarse rumbo a la
Pomesania. Me aseguró que, pese a no poder explicarme todavía la
naturaleza de su misión, ésta era de capital importancia para la
orden. Algo relacionado con nuestros hermanos de la Orden Teutónica,
a lo que parece.
-Seguro que lamenta
perderse la ocasión. Este será un ejército enorme.
-Aún lo ha de ser más.
Cuando avancemos, hemos de encontrarnos con aliados rusos del
Principado de Novgorod. La ciudad de Pskov ha prometido aportar parte
de sus fuerzas en esta empresa. A cambio de parte del botín, claro.
-Claro, como no.
Akselis se adelantó
hasta ellos, seguido de dos auxiliares cargados con sacos llenos de
vituallas, cortesía de los Hermanos de la Espada de Riga. Los
almacenes de la ciudad se habían aprovisionado bien, con meses de
adelanto, en previsión del momento en que tuvieran que abastecer al
ejército que habría de reunirse allí antes de partir hacia la
guerra.
-¿Y bien? –Preguntó
el komtur al jefe de sus auxiliares -¿Os han proporcionado
alojamiento adecuado a ti y a tus hombres?
-Así es, señor
–respondió Akselis-. Nos han dejado aposentarnos junto al río, en
los arrabales de la ciudad, junto al resto de tropas nativas. Parece
ser que a su Ilustrísima no le hace demasiada gracia la presencia de
tantos livonios armados dentro de Riga –Se hizo un incómodo
silencio tras estas palabras. Todos sabían que Wilfred y Lucien
considerarían sabia la decisión del obispo. Para los germanos
permitir la entrada de un nutrido contingente de guerreros livonios
tras los muros de Riga sería tentar demasiado la suerte.
Tras la marcha de los
livonios, los germanos procedieron al acuartelamiento en los
almacenes que habían quedado vacíos tras repartir su contenido
entre los cruzados. Los caballeros podrían alojarse en el Castillo
de San Jorge, donde aguardarían la orden del Gran Maestre, la orden
que les haría partir. No tardaría mucho, de eso Wilfred estaba
seguro.