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SESIÓN 14. Durante las primeras horas de cautiverio los prisioneros son dejados tranquilos. Excepto Werner, a quien su imprudencia llevó a insultar al carcelero, quien junto con otros dos guardias le propinó una soberana paliza. Dejan al mercenario tirado en el suelo, pero con la promesa de regresar más adelante, que en estas mazmorras, le explican, se da mucho y buen uso a tenazas y hierros candentes. Sus compañeros, impotentes en sus celdas, solo pueden escuchar los golpes y gritos ahogados de dolor de Werner.
Pero algo de suerte hay en medio de todo este desastre. Varias horas más tarde Rodrigo oye como alguien comienza a abrir la cerradura de su celda, poniendo mucho cuidado en no hacer ruido alguno. El caballero templario se pone en pie, listo para lo que entre, que para su sorpresa se trata de una joven, la misma que se quedó mirando a Werner desde la ventana de la torre. En una mano porta el manojo de llaves de las celdas, en la otra un cabo de vela de sebo con la que ilumina mortecinamente el lugar.
La joven se presenta como Mathilde, y resulta ser nada menos que la esposa de Godofredo de Inodin, señor del castillo. Ha visto como capturaban a los aventureros y tiene una oferta que hacerles. Y es que su marido es un verdadero monstruo, cuenta. Un sádico que gusta de atormentar a quienes son más débiles, y que ha enviudado ya varias veces. Ninguna de sus esposas ha sido capaz de darle un hijo, y cuando eso queda claro, acaba por hacerla matar para casarse de nuevo con alguna muchacha. Mathilde contrajo nupcias cuando contaba con apenas trece años. Ahora, con diecinueve, tampoco ha podido dar un hijo a su marido. Sabe que sus días están contados, y pronto acompañará a las anteriores esposas de Godofredo.
Su oferta es sencilla, pues. Se trata de facilitar la libertad del grupo si los aventureros acceden a llevarla consigo en la fuga. Rodrigo no se lo piensa dos veces y accede. No se le escapa al templario que cuando Mathilde ha mencionado a sus otros compañeros ha mostrado especial interés, aun tratando de ocultarlo, por Werner.
Los carceleros están dormidos, informa la joven, ebrios por el vino "especiado" que les he hecho llegar. Rápidamente Rodrigo toma las llaves y abre las puertas de las celdas de sus compañeros. Todos se reúnen listos para la huida, aunque Werner, con el rostro hinchado por los moratones, cojea y respira con algo de dificultad tras la tunda.
Deslizándose en silencio por la cámara donde los carceleros roncan sonoramente el grupo sube las escaleras que llevan al primer piso de la torre en la que se encuentran. Allí Mathilde les señala la sala en la que se encuentran sus efectos personales. La puerta está cerrada con llave pero Francesc, hábil en estos menesteres, abre la cerradura valiéndose de algunos instrumentos improvisados, unos alfileres suministrados por Mathilde. Recuperan sus cosas excepto el dinero, que ha desaparecido. Evidentemente, las monedas no tienen dueño, debieron de pensar los soldados que les tomaron prisioneros.
Asomando al patio de armas, deciden sobre la mejor ruta para su fuga, ya que el plan de Mathilde no llegaba más allá de sacarles de las celdas. La puerta del castillo está guardada, con el portón cerrado y el rastrillo bajado. Imposible salir por ahí, deciden. Optan por ascender por la torre hasta llegar a los accesos que lleven a las murallas y una vez allí usar sus cuerdas para bajar al exterior.
Más fácil de decir que de hacer. Arriba, entre las almenas, junto a la puerta que conecta la torre con la muralla, divisan a un centinela, calentándose las manos cerca de un brasero. Francesc propone que le dejen ir delante, para tratar de apuñalar al guardia con el mayor sigilo posible, a ser posible sin que lo descubra su compañero más próximo, que vigila más adelante en otra parte del lienzo de muralla.
El plan casi tiene éxito, Francesc se aproxima sin ser detectado, pero no es capaz de asestar el golpe con la suficiente fuerza como para atravesar la cofia que cubre cabeza y nuca del guardia. Este, asustado por el ataque, grita al arma, al arma, alertando a sus compañeros. Frances masculla un ¡collons! mientras suenan los gritos de los guardias que se aproximan. Perdida toda sorpresa, Rodrigo, Friedrich y Werner corren para unirse a él.
Comienzan a llegar guardias de ambos tramos de la muralla, aunque en el lado opuesto al que se encuentra Francesc los soldados han de cruzar la sala de la torre en la que está Rodrigo, que grita a sus compañeros que se apresuren mientras embiste la puerta con su escudo, soltando estocadas para hacer retroceder a los soldados y mantenerles fuera. Friedrich y Werner salen a la muralla a tiempo de ver como Francesc, tras apuñalar repetidamente al centinela, lo arroja por las almenas hasta las piedras que aguardan abajo, a una docena de metros. Mathilde les acompaña angustiada, aterrorizada por lo que ocurrirá si son capturados.
El cazador y el mercenario comienzan a luchar y rechazar a los soldados, mientras Francesc envuelve una almena con un lazo de su cuerda y arroja el resto abajo, para a continuación comenzar a descender. Pero la suerte no le acompaña. En lo más alto de la torre hay otro centinela y este arroja un venablo contra el catalán, acertándole en la cabeza. La cofia de cuero de Francesc le salva de morir en ese mismo instante, pero el golpe es tan violento que le hace soltar la cuerda, precipitándose contra el suelo con un tremendo golpe.
Rodrigo, que para entonces ha podido poner una traba en la puerta que estaba protegiendo, se reúne con sus compañeros. Evalúa la situación y de inmediato toma una decisión. Bajad ya, yo cubriré vuestra marcha, les grita. Aprovechando un momentáneo respiro, Friedrich comienza a descender, seguido de Werner, quien lleva a Mathilde firmemente agarrada a su espalda. Mientras, Rodrigo comienza a defenderse de los golpes de sus atacantes, cada vez más numerosos.
Llegados al suelo sanos y salvo -aunque el guardia de la torre ha tratado de matar a Werner arrojándole una pesada piedra-, los fugitivos encuentran tirado el cuerpo de Francesc. Todavía respira, aunque débilmente, con un tasajo de carne colgando visiblemente y dejando el hueso del cráneo al descubierto. Friedrich carga con su cuerpo, y pronto todos están huyendo a toda prisa, tratando de alcanzar el linde del bosque en busca de refugio y una protección siquiera momentánea.
En la muralla, los soldados terminan abrumando a Rodrigo por su número. El templario encaja varios golpes y aunque su recia cota de malla le protege de la mayoría, finalmente su brazo es atravesado por una lanza. Con un gesto de dolor suelta la espada y se sujeta el brazo herido, ofreciendo su rendición. Afortunadamente, piensa, el resto ha tenido tiempo de escapar.
SESIÓN 15. Los fugitivos no tienen un momento que perder. Desde la relativa cobertura de los árboles observan, mientras recuperan algo de aliento, como las puertas del castillo se abren. Sale un grupo en su persecución, incluyendo algunos jinetes. Pero lo peor es que llevan perros consigo. Friedrich se pone en pie e insta a Werner y Mathilde a hacer lo mismo. Hay que correr o morir, explica. Y qué hacemos con Francesc, pregunta su compañero. Friedrich mira al caído, inconsciente todavía por el golpe recibido y la caída. Durante unos instantes piensa en abandonarlo, pero pronto rechaza la idea. Nos turnaremos en cargarlo, responde a Werner, o lo llevaremos entre los dos. Lo que haga falta.
Así que corren por sus vidas. Los ladridos de los perros suenan a lo lejos tras ellos, y a veces llegan a distinguir las luces de alguna antorcha portada por sus perseguidores. Cubiertos de sudor y fatigados hasta casi la extenuación siguen hasta que despunta el alba, alcanzando un pequeño torrente. Pudiendo ver ahora algo mejor, Friedrich indica a Werner que siga adelante con Francesc y Mathilde, él se les unirá pronto. El mercenario, sin fuerzas ni aliento para discutir, hace lo que le han dicho.
Werner retrocede entonces, y comienza a preparar un rastro falso, algo de lo que es capaz gracias a su experiencia como cazador en estos bosques. Cuando decide que ha hecho todo lo que puede en el escaso tiempo del que dispone regresa hasta el punto inicial corriendo por el torrente de agua. Se reúne con Werner en lo alto de un cerro, donde el mercenario había decidido parar, incapaz de dar un paso más pero dispuesto a vender cara la vida si le encontraban. Pero al cabo de unos minutos los ladridos se vuelven menos audibles y más lejanos. Parece que la treta de Friedrich ha funcionado.
Descansan un poco, lo mínimo necesario para recuperar un poco el aliento. Luego se ponen de nuevo en marcha. No tienen demasiado claro dónde se encuentran, pero saben que si siguen lo suficiente hacia el este darán con el camino que conduce hasta Santa Clarisa. Una vez allí esperan poder pedir refugio a las monjas, para poder recuperarse antes de emprender el camino de regreso. Pero el trayecto es largo, y más moviéndose por el bosque, pues no se atreven a dejarse ver en el camino, seguramente plagado de tropas de Hauterre estos días.
Hay otro problema, y es que la herida sufrida por Francesc en la frente tiene mal aspecto. Se muestra tumefacta y caliente al tacto. Se ha infectado, constata Friedrich. Si no se le trata podría gangrenar, o provocarle unas fiebres al herido. En ambos casos, se trata de una sentencia de muerte. Hay que llegar al convento a tiempo.
Fuerzan la marcha, decididos a no parar apenas hasta llegar a Santa Clarisa. Quien peor lo lleva es Werner, agotado ya desde el principio por la paliza recibida en su celda. Pero el mercenario, aun faltándole el resuello para dar un nuevo paso, no se queja y sigue caminando. La herida de Francesc, todavía inconsciente, parece empeorar.
Son dos días terribles para quienes los viven, que les dejarán recuerdos imborrables en su memoria, de esos que asaltan durante el sueño en forma de pesadillas. Pero al fin llegan a su destino. Encontrando el camino se mueven en paralelo al mismo hasta divisar el muro del convento de Santa Clarisa. Friedrich sonríe, Werner y Mathilde se funden en un abrazo.
Pero al llamar a la puerta nadie responde. Ni cuando se ponen a dar voces. No se ve ni se oye a nadie en el lugar. Friedrich salta y se encarama al muro. Desde allí tiene una visión del convento con los varios edificios que componen el lugar... pero ni un alma a la vista. Desalentado, baja por la parte del interior y retira la traba de la puerta para que sus compañeros puedan pasar.
Santa Clarisa está desierta. Registrando el lugar no encuentran personas, pero tampoco animales ni comida. Los huertos muestran las plantas a medio crecer y hay algunos árboles frutales con las ramas aun llenas de frutas, que Mathilde comienza a recolectar. Pero ni rastro de las monjas. Es como si se hubieran marchado llevándose consigo todo aquello que sea de valor.
Al menos tienen algo que comer y agua en abundancia. Mientras mastican la fruta piensan en sus opciones. Regresar por el camino con Francesc es algo casi imposible, acabarían por atraparles. Quizá, discuten Werner y Friedrich, en voz queda para que no les oiga la joven, sería mejor dejarle aquí. O terminar con su sufrimiento. Pero al fin deciden que no harán eso. No dejarán atrás a su compañero. Y no después de haber cargado con su gran peso -Francesc tiene TAM 17- durante tanto tiempo.
Además, tampoco han visto ni rastro de los libros, en especial del que venían a buscar. Los dos se ponen a rebuscar mientras Mathilde comienza a aplicar compresas de agua en la frente del herido. Y terminan por dar con una trampilla oculta en el scriptorium. La trampilla, tras forzar el candado con el que está cerrada, conduce a una sala en la que se encuentran muchos libros, obras de arte realizadas por las religiosas del convento. Como ni Werner ni Friedrich saben leer llaman a Mathilde, para que inspeccione los volúmenes por si estuviese aquí el que les han encargado llevar al abad Venerius. Mathilde constata que no es así. Cuando la joven sale, para seguir atendiendo a Francesc, los dos amigos deciden que no pasará nada si se llevan consigo dos o tres de esos libros, que son realmente valiosos, para venderlos más adelante. Se los llevan consigo ocultos, para que Mathilde, quien sin duda se horrorizaría por el robo, lo descubra.
Ahora falta decidir qué hacer para llegar de nuevo a la orilla del Froideau en posesión de Sainsprit. Friedrich tiene entonces una idea. Rebuscando en el convento encuentra suficiente tela como para poder hacer numerosos vendajes. También da con unas pequeñas campanillas que ata a un extremo de su lanza, tras envolver la punta en paño, para disimularla como si fuese un bastón. Con estos vendajes nos haremos pasar por leprosos, explica a sus compañeros. Así viajaremos por el camino, confiando en que nadie se atreva a registrarnos. Encuentran un carro de dos ruedas en el que poder cargar a Francesc.
Al día siguiente el grupo se pone en marcha. Para su satisfacción, parece que lo más grave de la herida del catalán ha remitido por sí misma. Francesc es duro y ni siquiera todo lo que ha sufrido podrá acabar con él, si el grupo puede conducirle hasta alguien que le pueda tratar decentemente los males que le aquejan.
Y así viajan, fingiéndose leprosos. Un par de veces durante el trayecto por el camino son parados por patrullas a caballo, a quienes explican que viajan hasta la leprosería que se encuentra en Eonach, en busca de la caridad del buen abad Venerius. Poco deseosos de registrar a los afligidos por la más temida de las enfermedades, los soldados son fácilmente convencidos.
Tras un par más de días así -en los que entre Mathilde y Werner ha aflorado ya el amor, para deleite de la hasta ahora afligida joven y sorpresa del hasta ahora mujeriego Werner-, llegan de nuevo a las inmediaciones del puente que cruza el Froideau. Aquí optan por despojarse de sus disfraces de leprosos para aguardar la noche. Y en ese momento aproximarse en silencio todo lo posible y después cruzar a todo correr la distancia a campo abierto que les separa del puente, antes de ser descubiertos por los jinetes que vigilan desde la colina cercana. El plan les funciona, y pronto están frente a los guardias de Sainsprit, que les detienen.
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Esta última sesión me pareció tremenda. No hubo combate, pero sí aventura, en el sentido de las novelas más clásicas del género. La disfruté enormemente, y los jugadores estaban tensos, sentados en el borde de sus asientos. Pero pasándolo bien. Afortunadamente el jugador de Francesc no pudo acudir aquel día. No solo se ahorró una sesión en la que no habría podido hacer nada, sino que no tuvo que escuchar las conversaciones en las que Friedrich y Werner sopesaban la opción de abandonarle o de directamente cortarle el cuello para ahorrarle sufrimientos. Y es que cargar con él durante la huida resultó un suplicio para los PJ.
Peor aún lo tuvo el jugador de Rodrigo, que no sabía nada del destino que habría podido correr su PJ tras ser apresado de nuevo. Le sugerí que creara un nuevo PJ con el que jugar hasta, o sí, Rodrigo volviese a estar disponible. Eso es lo que hizo, pero lo que ocurrió con el nuevo PJ fue de traca, lo que se verá en la siguiente sesión.