Prosiguen las aventuras de Usul al sur de la tierra de Susrah, allí donde el desierto deja paso a la sabana y esta a las colinas y la jungla. Otra sesión de las largas, en la que estuvimos jugando hasta concluir el escenario. Hubo un par de momentos dramáticos, incluyendo una de esas situaciones en las que parecía que el PJ estaba listo de papeles. De hecho, el final de la sesión dejó al personaje en una situación muy comprometida, y a mí con material para ir preparando ramificaciones de todo lo que ocurrió a lo largo de la sesión.
Por cierto, que si llamo a la campaña Crónicas de Xoth y no Crónicas de Usul es en previsión de que cualquier día el PJ llegue a un triste final, y haya que proseguir con nuevos protagonistas. No soy un director de juego especialmente letal, pero quienes han jugado ya han visto como la vida o muerte de un PJ se decidía, in extremis, por una última tirada de dados. Que no voy a cuchillo, vamos, pero tampoco me tiembla la mano llegado el momento.
(Ya sabes, si vas a jugar The Vault of Yightrahotep, mejor no sigas leyendo)
***
Usul y sus compañeros se apresuran a poner toda la distancia posible entre ellos y la capital del reino de Shoma. Pero eso parece no ser suficiente, pues al cabo de un par de días el khazrajita distingue, en la lejanía, unas cuantas figuras, apenas unos puntos en la distancia, que parecen seguir el mismo camino que sigue él junto a los mercaderes y los tres escoltas -además de Ubuntungué, el joven shoma que les había servido de traductor en Katanga, y que fue obligado a acompañarles en su huida- que quedan del grupo original. Se lo explica a Ursib, quien supone que se tratan de guerreros del rey Mashota, una partida de caza en persecución de aquel que ha profanado el templo de Nataka, y de sus compañeros, pues los shoma son orgullosos y no se toman a bien este tipo de insultos. Usul insiste en acelerar el paso, forzando la marcha durante la jornada siguiente.
El grupo sigue su viaje, moviéndose a lo largo de la línea que da comienzo a las colinas selváticas que hay más al sur. Ursib afirma estar buscando la desembocadura de cierto río, que habrán de seguir a contracorriente hasta llegar a las ruinas de la antigua Israh. Y a sus fabulosas minas de oro y joyas. Pero sus perseguidores no se quedan atrás, y algunos de los perseguidos ya comienzan a acusar las primeras señales de fatiga debido al duro ritmo impuesto. Usul, él mismo incansable, se adelanta para preparar un rastro falso que tal vez logre despistar a los shoma.
Adelantado unas horas al resto del grupo, es el primero en encontrar el río que está buscando Ursib. Allí pone en práctica sus conocimientos como rastreador, intentando ocultar el rastro de sus compañeros cuando lleguen, mientras dispone unas señales falsas que lleven en otra dirección. Queda claro, desde el primer momento, que ninguna montura podrá adentrarse en la espesura que aguarda a los viajeros, así que cuando Ursib y el resto llegan, una de las primeras cosas que hace el nómada es indicarles que tomen lo imprescindible para el viaje, pues los caballos no seguirán con ellos.
El paso por la sabana había sido duro, pero ni siquiera eso les había preparado para el esfuerzo que supone avanzar por la selva. El calor se alía con la humedad, los inacabables insectos y el agreste terreno para frenar su avance. Por las noches resultaría imposible dormir, debido a la cacofonía nocturna que no cesa, si no fuese por el agotamiento que se apodera de los viajeros a lo largo de cada jornada de camino. Ni siquiera Usul, acostumbrado a los rigores del desierto, resulta inmune a semejante entorno.
Sufren un contratiempo serio cuando, mientras intentan seguir el curso del río -no siempre es posible moverse cerca de la corriente de agua, en ocasiones han de realizar amplios rodeos antes de reencontrarse con ella- se adentran en un claro en el que pueden observarse varias osamentas de animales, que parecen intactas, en su mayor parte. Desconfiado, Usul avanza acompañado de un par de guardias, haciendo señales al resto del grupo para que espere atrás.
Están a mitad del claro cuando se dispara la trampa. Del suelo surgen, como enormes dientes o colmillos de elefante, una serie de espinas inmensas, de unos dos metros de altura. Lo hacen con tal velocidad y sorpresa que a Usul apenas le da tiempo de saltar a un lado y evitar ser atravesado por una de esas cosas. Uno de los guardias no tiene tanta suerte. Se queda en pie, profiriendo alaridos mientras contempla su brazo, atravesado a la altura del hombro, de tal modo que queda sujeto a su cuerpo por tan solo unos jirones de piel y carne.
La mayoría de espinas comienzan a descender lentamente, mientras Ubuntungué comienza a gritar algo en su lengua. A instancias de los demás traduce al susrahnita "¡El empalador de marfil!", mientras señala aterrorizado a uno de los árboles dispuestos en el centro del claro. Efectivamente, las espinas no son sino las raíces del árbol, que se alimenta de los despojos de las criaturas que mata con ellas, fertilizando el suelo a su alrededor.
Usul trata de llegar hasta el guardia herido para sacarle de allí, pero antes de alcanzarle las raíces vuelven a surgir, por puntos diferentes. El nómada vuelve a esquivar el ataque, pero el infortunado escolta susrahnita se ve ahora atravesado por una pierna. El aventurero se vale de su cimitarra para cercenar la raíz, y tira del hombre para sacarle de allí, lo que termina de arrancarle el brazo. Cuando llegan al borde del claro, resulta evidente que el guardia no sobrevivirá. Expira poco después.
El grupo rodea el claro y prosigue su viaje con ánimo más taciturno.
Siguen así durante unos días más, cada vez más alto, aunque con pocas ocasiones de ver nada más que lo que hay a pocos metros de distancia. En algún momento encuentran señales de asentamientos, pero deciden no arriesgarse a que se trate de nativos hostiles, así que los evitan, siguiendo su camino a pesar de la necesidad de un verdadero descanso que acucia a todos los miembros de la expedición.
Aunque, ahora que se fija, Usul se da cuenta de que Ursib y sus compañeros, para ser mercaderes susrahnitas, parecen llevar bastante bien la marcha. Mejor que los dos escoltas y el traductor shoma, de hecho.
Finalmente, el río les conduce hasta un valle enclavado entre colinas que lo rodean casi por completo, a excepción de un estrecho paso cerrado por una empalizada de madera. Apenas han tenido tiempo de vislumbrar la construcción cuando la espesura que les rodea revela a varias docenas de hombres armados con lanzas de punta de piedra y mazas de madera nudosa, con las que amenazan al grupo, sin llegar a atacarles.
Son de la etnia azimba, predominante en esta zona. Pero hay algo extraño en ellos... pronto resulta evidente que todos y cada uno de esos hombres muestra alguna señal de deformidad: dedos de más o de menos, rasgos malformados, miembros anormalmente largos o cortos. Nada tan grave, sin embargo, que haga pensar a los viajeros que, si se lo propusiesen, los nativos podrían matarles a todos en un instante. Así que entregan las armas cuando se les exige, mediante señas, que lo hagan.
Uno de los guardias susrahnitas pierde los nervios al observar de cerca el aspecto de los azimba. Con un grito aterrorizado sale corriendo. No llega muy lejos, pronto cae al suelo, con tres lanzas asomando de su espalda. Mientras Usul y sus compañeros son llevados a empujones hacia la empalizada, pueden contemplar como, después de recuperar las armas, los guerreros nativos se llevan consigo el cadáver del escolta.
Tras cruzar la puerta de la empalizada, adornada por cráneos -algunos humanos, otros no está tan claro que lo sean-, llegan a una pequeña aldea, formada por casas que son poco más que chamizos de barro con techo de palma, en la que deben habitar unas trescientas personas. Sin embargo, en la colina que hay más allá de la aldea, un sendero conduce hasta las visibles ruinas, en relativo buen estado, de un edificio construido en una extraña piedra púrpura (el mismo material del que estaba hecha la torre-templo de Nataka, señal de la civilización de Israh). Podría ser, piensa Usul, que hayan llegado ya a su destino. Lástima que sea en estas circunstancias, añade para sus adentros mientras ve como algunos nativos procede alegremente a trocear el cadáver del guardia muerto.
"No veo mujeres", comenta uno de los mercaderes. Es cierto. Parece que todos los habitantes de la aldea son hombres.
Los prisioneros son llevados ante un anciano con una gran joroba que se apoya en un cayado de madera. Para su sorpresa, el viejo habla en una lengua muy similar al susrahnita, lleno de arcaísmos. Se presenta como Mwanza, de la tribu wamuba -la que les tiene rodeados-, y visir de su majestad la reina Nagga-Tikanda, quien pronto habrá de decidir sus destinos. Mwanza ladra unas órdenes a los guerreros, que llevan a sus prisioneros a una de las chozas, en las que les encierran, apostando una numerosa guardia en el exterior. Les dejan algo de comida -comen la fruta, pero no tocan la carne-, y una calabaza llena de alguna bebida de frutas fermentadas.
Al caer la tarde, la puerta de la choza se abre y los prisioneros son llevados a punta de lanza hasta el sendero que asciende hasta las ruinas que hay en lo alto de la colina. Mwanza les explica que los extranjeros tienen una oportunidad de salvar la vida. La reina desea entretenimiento, y uno de los recién llegados se lo proporcionará combatiendo. Así que han de elegir a su mejor luchador. De inmediato, los mercaderes, el guardia y el traductor dirigen sus miradas a Usul, quien suelta un sonoro suspiro.
Junto a las ruinas del edificio hay lo que parece un anfiteatro, con las gradas talladas en la propia roca de la colina. En el escenario hay un gran foso, atravesado por encima por unos tablones que forman un puente de poco más de un metro de alto. La mayoría de wamuba toma asiento en las gradas, mientras un guerrero entrega su cimitarra a Usul, quien deberá luchar desprovisto de toda armadura.
Suenan unos tambores, y un grupo de seis hombres corpulentos avanza hacia el trono que preside el escenario, en el punto más bajo de las gradas -y el más privilegiado, por lo tanto-. Caminan encorvados bajo el peso de la litera que transportan, sobre la que hay... algo que parece más o menos humano.
Se trata de una mujer, de piel oscura como el resto, pero inmensamente obesa. Más de lo que se podría pensar posible. Dirige su mirada hacia Usul, y este, al observar los ojos de la mujer, percibe en ellos una gran inteligencia, a la vez que... ¿lujuria? Un escalofrío recorre la espalda del nómada, que traga saliva.
Así que Usul va a combatir contra el campeón de la tribu y consorte real, Tibaa. Un hombre de talla gigantesca, más grande y pesado que el propio Usul, y con unos brazos gruesos como troncos de árbol. En sus manos lleva un enorme garrote que maneja con soltura. Se aposta en un extremo del puente, Usul en el otro, mientras echa una mirada hacia abajo. El fondo está a unos cinco metros, de tierra, sin más. Aunque hay lo que parece unas cuevas o madrigueras en la parte inferior de las paredes, además de grasa untada por la parte superior, como para impedir que algo salga de allí trepando...
A una señal de la reina comienza el combate. Usul sabe que su cimitarra no podrá detener los golpes del enorme garrote, así que intenta cerrar distancias lo antes posible. Tibaa bloquea su primera acometida y voltea su arma con tal fuerza que el nómada apenas tiene tiempo para apartarse de la trayectoria del golpe. Entonces, da un par de pasos adelante, quedando casi pegado a Tibaa. Con una mano aferra la muñeca del campeón wamuba, haciendo presión hasta que suena el crujir de huesos.
Tibaa suelta su arma y trata de golpear a su vez al khazrajita, quien bloquea el golpe. Ambos quedan sujetos por los brazos, mientras ejercen presión sobre su oponente con todas sus considerables fuerzas. Finalmente Usul tira hacia abajo de Tibaa mientras hace subir su rodilla, que impacta brutalmente en el esternón del campeón real. Después, con un fuerte empujón, arroja al wamuba al fondo del foso. Allí, Tibaa, sin tiempo a recuperarse del golpe que acaba de recibir, no puede hacer nada más que aullar aterrado cuando de una de las cuevas surge un gigantesco ciempiés. El monstruo hunde sus mandíbulas en la carne del wamuba, y llevando consigo a su presa -que todavía se debate débilmente- regresa a su madriguera.
En las gradas todos se ponen en pie y gritan enfervorizando, clamando por el nuevo campeón. Los compañeros de Usul más que nadie.
El visir de la reina se pone en pie y avanza renqueando hasta el victorioso nómada. "La reina te declara su nuevo campeón y consorte real. Esta noche te concederá el gran honor de copular con ella y ser así padre de la nueva generación de wamuba, trayendo sangre nueva y fuerte a la tribu".
Durante un instante Usul piensa es saltar al foso y probar suerte con el ciempiés, pero acaba manteniendo la sangre fría y decir, con voz entrecortada, que será un gran honor cumplir con la reina.
Pero eso será más tarde, aclara el visir. "Ahora habrá un festín, en el que celebraremos vuestra llegada y el espectáculo que nos has regalado hace unos momentos." La mayoría de wamuba regresa a la aldea, incluyendo a los recién llegados. La reina queda en su "palacio" -las ruinas israhnitas- junto con su guardia. Más tarde hará llamar a Usul, explican al nómada.
Para el festín, los wamuba desentierran un agujero en el que habían depositado unos paquetes envueltos en grandes hojas verdes para que se cocinasen con las piedras calientes que habían depositado debajo. Por supuesto, los paquetes contienen pedazos de carne. Por supuesto, ninguno de los viajeros desea probarla.
Pero la bebida de frutas fermentadas, aunque de desagradable sabor, contiene alcohol, y corre a raudales por la tribu de hombres deformes. Usul aprovecha el creciente estado de embriaguez de los wamuba para sonsacar algo de información a Mwanza. La reina, le cuenta el jorobado, es muy vieja, ya gobernaba antes de que naciese el abuelo del jorobado. Ella fue la esposa del último jefe wamuba, y se cuenta que entonces era muy hermosa. Pero también era una bruja, y se valió de sus artes oscuras para asesinar a su marido y convertirse en reina de los wamuba. Desde entonces ella ha sido la única mujer de la aldea, pues es a la vez madre y amante de todos los hombres de allí, quienes han de compartir el lecho con ella como parte de su rito de iniciación a la edad adulta. Nagga-Tikanda tiene sus preferidos, sin embargo, y ahora Usul parece ser el próximo consorte real.
Malditas las ganas que tiene el nómada de llevar a cabo semejante tarea, Usul decide huir esa misma noche. Descubre, también por las palabras del viejo visir, que efectivamente, hay unas minas pertenecientes a los antiguos constructores de las ruinas que pueden encontrarse por la zona, en la ladera de una de las colinas que rodean el valle en el que se encuentra la aldea. Son tabú para los wamuba, algo que ni siquiera la reina quiere cambiar. Cuando Nagga-Tikanda tomó el poder, algunos que se oponían a ella huyeron a las minas, y se cuenta que allí cayeron presa de monstruos, que se aparearon con los humanos. Su descendencia habita ahora los niveles superiores de la mina. En ocasiones los wamuba los encuentran en la selva, y no hay piedad por parte de ninguno de los dos bandos. Es que son monstruos que han perdido toda humanidad, comenta el viejo mientras se saca de entre los dientes un jirón de carne humana.
Ah, y solo hay hombres porque Nagga-Tikanda no quiere otras mujeres en la aldea. Cuando nace alguna niña, esta es sacrificada de inmediato por la reina.
Más adelante, cuando los wamuba están lo suficientemente borrachos, Usul advierte a sus compañeros que ha llegado el momento de salir de allí. En silencio, el grupo se aleja de la aldea, dirigiéndose a la colina en la que, según Mwanza, se encuentra la entrada a las minas.
Iluminados solo por la Luna, el grupo sube hasta donde se supone que está la entrada, pero sin distinguir nada. Entonces, Usul observa que un arbusto de gran tamaño comienza a moverse. Oculto con sus compañeros, observan como un par de siluetas parecen brotar de las hojas. Figuras encorvadas, de largos brazos que llevan garrotes consigo, aunque no pueden ver nada con detalle debido a la oscuridad. Las figuras se alejan bajando por la ladera. Cuando considera que están a una distancia prudencial, Usul se aproxima al arbusto y comprueba que mantiene oculta la entrada que estaban buscando. Y que no parece ser una caverna natural, sino un túnel bien excavado, con pilares y vigas asegurando la estructura. Encendiendo un par de antorchas, el grupo se interna en la profundidad de la mina.
Avanzan en silencio, conscientes de que la luz que necesitan para moverse en la oscuridad les delata desde una gran distancia. Llegan entonces hasta una gran caverna, con el techo soportado por altos pilones de madera. Allí, algo se remueve más allá del alcance de las antorchas. Suenan gruñidos, y algunas piedras surgen de la oscuridad para golpear a los intrusos. De repente, en tromba, un grupo de seres de aspecto horrible ataca.
Parecen una mezcla entre hombre y simio, con un cuerpo peludo, de largos miembros superiores y rasgos bestiales en su rostro, aunque con dientes afilados. Caminan erguidos, y llevan armas consigo. Además de las piedras, atacan con garrotes, simples palos o huesos con los que golpean. Superan en número al grupo, al que atacan desde todas las direcciones.
Usul comienza a matar con su eficiencia habitual, decapitando y cercenando brazos con su cimitarra. Pero no puede estar en todas partes a la vez. El último guardia cae, el rostro convertido en un amasijo de carne tras el impacto de un garrote. También uno de los mercaderes muere. Dos de los hombres bestia le derribaron al suelo para a continuación saltar encima de él, haciéndole pedazos con garras y dientes. Cuando concluye la refriega, solo Usul queda en pie, junto a Ursib y el último mercader, además del pobre Ubuntungué, que ha sufrido algunas heridas en la lucha.
Siguen adelante, recorriendo algunos túneles hasta dar con lo que sería el pozo principal de la mina. Hay rastros de lo que debería haber sido una grúa que transportase mineros y material a los túneles inferiores, pero debió desaparecer hace largo tiempo. La única forma de descender es trepando por las paredes del pozo, ingeniándoselas para mantener algo de luz en el proceso. En ese momento Ubuntungué decide que ya ha tenido suficiente. Él no baja, afirma, ni siquiera para huir de los hombres bestia. Prefiere quedarse arriba. Usul asiente con la cabeza y comienza a descender, seguido por Ursib y su compañero susrahnita.
En el fondo del pozo, unos treinta metros más abajo, hay dos túneles. Uno conduce a una caverna natural, en la que hay una resbaladiza rampa que acaba en una corriente subterránea, que a saber dónde irá a parar. Desandando el camino, los aventureros toman el otro túnel.
Este acaba en un apilamiento de rocas. No un derrumbamiento, sino rocas apiladas a conciencia, observa Usul. Entre los tres desbloquean el paso al túnel, revelando lo que ocultaban las rocas. Unas enormes puertas de metal, llena de símbolos grabados.
Entre esos símbolos se encuentran los tres que aparecían en las reliquias que contienen, según la leyenda, la llave de las minas. Usul presiona las imágenes cuneiformes correspondientes a la tablilla de bronce, la figurilla de Ursib y el que estaba en el pedestal de la estatua de Nataka. Sin ningún sonido, las puertas se abren.
Lo que hay tras ellas sorprende a Usul, pues no parece tratarse de ninguna mina. Más bien una estructura subterránea muy elaborada, con paredes y suelo lleno de curvas y sin ningún ángulo, además de adornadas con extrañas formas labradas y figuras geométricas.
Entonces resuena algo en la oscuridad, algo que se arrastra.
A la luz de la antorcha de Usul aparece un rostro. A primera vista parece humano, pero enseguida el nómada se percata de que sus rasgos son exageradamente estilizados. Y sus ojos muestran unas pupilas rasgadas, como las de un gato, o una serpiente. El rostro avanza, descubriendo a la luz que su cuello no es el de un ser humano, sino el de una enorme serpiente. Sonríe y sisea, revelando enormes dientes y una lengua bífida.
Una voz resuena a espaldas de Usul: "Oh, gran Yigthrahotep, hemos venido hasta aquí para despertarte de tu sueño y liberarte de tus siglos de prisión ¡Te ofrecemos a este humano para que celebres tu libertad!".
Usul se gira un instante, pero su mano vacila cuando ve a Ursib y su compañero. A ambos parece habérseles derretido el rostro, que gotea sobre el suelo. Bajo esa masa surgen nuevos rasgos que se modelan horriblemente, hasta que ambos supuestos "mercaderes susrahnitas" muestran orgullosamente sus cabezas de serpiente.
"Enseguida arreglo cuentas con vosotros", acaba diciendo Usul. Mientras añade para sí "Eso si sobrevivo a esto..." Yigthrahotep se yergue amenazador, hinchando una capucha como la de una cobra.
El monstruo es rápido como el rayo, sorprendiendo al nómada, que apenas acierta a detener la primera embestida. Atacando a su vez, Usul golpea con todas sus fuerzas, para comprobar que la cimitarra rebota inofensiva en la piel de la criatura. Con la mano todavía temblando con el impacto, el aventurero se da cuenta de que las escamas y la piel de este ser son duras como el acero.
El monstruo vuelve a atacar, y en esta ocasión atrapa la cimitarra de Usul con sus fauces -que se abren descomunalmente para morder-, y después la arroja a varios metros de distancia, en una sala cercana a aquella en la que están combatiendo. De un salto Usul se aleja de Yigthrahotep y corre hasta su arma, perseguido por la horrible criatura. Aferra la empuñadura justa a tiempo de girarse, y atravesar con una devastadora estocada la barbilla del monstruoso ofidio, provocándole una terrible herida.
Un golpe magnífico, pero insuficiente para acabar con Yigthrahotep. La serpiente se revuelve enfurecida y ataca con su cola a Usul, atrapando la pierna del nómada. Tira de él hacia arriba, agitándole como un pelele, y apretando. Parece que lo último que el nómada del desierto va a oír en su vida es el sonido de los huesos de su pierna crujiendo, antes de quedar inconsciente por el dolor...
Para su sorpresa, Usul despierta. La pierna le duele terriblemente, y está atado con algo que parecen pieles de serpiente, aunque resistentes como cables de acero. "Ursib" se alza ante él. Le explica que Yigthrahotep ha decidido no darle muerte, pues ha presentido en él la influencia de uno de los Antiguos, mientras con una mano escamosa y rematada en garras señala el tatuaje oculto que marca a Usul como elegido de Al-Tawir.
Yigthrahotep, explica Ursib, es uno de los antiguos Reyes Serpiente que eras atrás gobernaban esta tierra, cuando los humanos vivían en cavernas, poco más que las bestias que habitan los niveles superiores de la mina. Ahora la mayoría han muerto, pero otros se refugiaron, durmiendo un largo sueño mientras aguardaban a que llegase su momento. Los israhnitas dieron por casualidad con la bóveda que habitaba el Rey Serpiente, y quedaron tan aterrados por el descubrimiento que la sellaron con magia y piedras y abandonaron el lugar. Pero ahora está libre, gracias en gran parte a los esfuerzos del nómada. Ahora Yigthrahotep ha decretado que cuando abandonen este lugar llevarán al humano consigo, pues hay mucho que hacer con él.
Ursib sale de la sala, dejando a Usul a solas para meditar sobre el destino que le aguarda, seguro de que no hay nada que el nómada, herido y fuertemente atado, pueda hacer para evitarlo.
Pero la desesperación se convierte en una reserva de energía para las fuerzas de Usul, que con un esfuerzo casi sobrehumano parte las pieles de serpiente. Se pone en pie apoyándose en la pared, y cojea hasta la salida en silencio, recuperando su cimitarra, que nadie se había molestado en recoger de allí donde había caído.
Renqueando, regresa hasta el pozo, aunque sabe que en su estado, trepar hasta la salida es casi imposible. Decide probar otra cosa. Toma una de las piedras que bloqueaban el túnel, y con ella comienza a golpear uno de los soportes del túnel que lleva a la bóveda de Yigthrahotep, tratando de provocar un derrumbamiento. Pero sus fuerzas parecen haberse agotado tras el esfuerzo anterior, y no logra su propósito. Sin embargo, con sus golpes sí llama la atención de sus captores.
Con espanto, Usul ve al Rey Serpiente surgir por la puerta de la bóveda y avanzar serpenteando hacia él. Incapaz de luchar y de trepar, en un momento de desesperación a Usul solo le queda una salida, que podría sacarle de allí o acabar con él. Decide jugarse la vida en esa apuesta. Moviéndose todo lo rápido que le permite su pierna rota, aprieta los dientes mientras alcanza la caverna natural, con Yigthrahotep cada vez más cerca. Llega hasta la rampa de piedra pulida, y se deja caer por ella hasta la corriente de aguas subterráneas.
Las aguas le empujan en la oscuridad, causando numerosas heridas cuando le golpean contra las paredes por las que circulan las aguas. Sin otra posibilidad que mantener el aire en sus pulmones todo lo que pueda e intentar no abrirse la cabeza, Usul se deja llevar por las aguas durante lo que a él le parecen horas.
Con un estallido de luz, el nómada sale a la superficie, cayendo por una pequeña cascada a un estanque que aguarda abajo. Medio muerto, sale arrastrándose por la orilla, recuperando el aliento. Ha caído por la ladera exterior de la colina en la que está la mina, fuera del valle de los wamuba, y está clareando. Por lo menos conserva su cimitarra.
Los nativos deformes e incestuosos le estarán buscando, aunque eso no le preocupa tanto como el horror que se ha liberado en lo profundo de la mina. Dedica un último pensamiento a Ubuntungué, a quien no le aguardará ningún futuro halagüeño allá donde se ha quedado. Después se pone en marcha, cojeando, para internarse en la selva y alejarse lo más posible de ese lugar de pesadilla. Lo peor es la sensación de que esta no será la última vez que sepa del Rey Serpiente y de sus agentes, las serpientes que caminan y se disfrazan de humanos.
***
Como decía, la sesión fue larga. Como el resto de escenarios de Xoth, The Vault of Yigthrahotep no tiene un final predeterminado, sino que hay varias consideraciones sobre cómo puede desarrollarse el escenario. En nuestro caso, lo mismo el PJ podría haber matado al monstruo -le faltó muy poco, con el crítico que consiguió (Maximizar daño e Ignorar armadura)- en cuyo caso, no creo que los hombres serpiente hubiesen durado mucho.
También estaba presente la posibilidad de ser capturados, con lo que vendría a continuación. En realidad, eso es lo que me disponía a seguir, cuando el jugador preguntó:
-¿Es posible romper las ataduras?
-Son extremadamente resistentes a pesar de su apariencia, y no te habrían dejado a solas si pensaran que fueses capaz... Dificultad Hercúlea. O lo que es lo mismo, te hace falta sacar un crítico.
(Ruido de dados) -¡Cero-uno!¡Tomaaaa! (Mientras hacía una peineta).
Y así volvió a cambiar el rumbo de la partida. El PJ escapó, lo que me sorprendió dado lo que había pasado.
Antes de eso, mientras viajaban por la selva, el jugador comentó "Bueno, ahora vendrá el ataque de la pantera". Y lo cierto es que eso es justo lo que aparecía en el escenario, con los datos de uno de esos bichos. Aunque para entonces yo había decidido cambiarlo. El escenario es clásico de Espada y Brujería, pero mejor si no lo es tanto. Así que había buscado algún bicho interesante de Monster Island para sacar en su lugar, y el Ivory Impaler me pareció adecuado.
Eso sí, a largo plazo, el final de este escenario es una mina de elementos recurrentes que volver a usar en el futuro. Yigthrahotep puede ser un Gran Villano ahora que está libre y cuenta con sus agentes hombres serpiente. Ursib también puede tener su papel como mano derecha. Lo de los wamuba y su reina no lo tengo tan claro, son algo mucho más localizado. Pero bueno, que para cuando acabe con los escenarios de los que dispongo, hay material de sobra para que nuevas aventuras se hagan prácticamente solas.