Al principio, el hombre no dio
señales de haber oído al sirviente. Finalmente, cuando el criado se disponía a
repetir la pregunta, el antiguo señor de Aizkraukle negó con la cabeza.
-Retírate.
-Sí, mi señor.
El sirviente se marchó, dejando a
su amo solo en el salón de su hogar. El lugar estaba desierto, pues esa noche
el Taksis Aizkrauklis no deseaba la compañía de sus hombres de armas, que
normalmente le aliviaba, al menos un poco, de su pesar. Ni siquiera Spidala, su
amada hija, había cenado con él aquella ocasión.
Se estaba haciendo mayor y lo
sabía. Antaño había sido un guerrero vigoroso, un digno líder de hombres. Pero
eso había sido hace mucho tiempo. Ahora sentía el frío con mucha más fuerza que
antes, y el cuerpo le dolía terriblemente cuando se tenía que levantar por la
noche para ir a mear, lo que hacía varias veces cada noche. Todavía se sentía
capaz de empuñar un hacha, si llegaba la ocasión, pero incluso eso le
resultaría pronto imposible. Tal vez un par de años más de vitalidad, pensó con
triste resignación. Luego, sólo le quedaría esperar postrado a que se lo
llevara la muerte, incapaz de valerse solo. Tal vez incluso senil, si los
dioses eran lo bastante crueles.
Si al menos le quedara el consuelo
de saber que uno de sus hijos heredaría sus riquezas y su posición… Pero no,
hasta eso se lo habían arrebatado los invasores germanos. Tomaron su fuerte,
dando muerte a sus guerreros, dando muerte a sus hijos. Taksis había consentido
en rendir la fortaleza, entregando tierras a los caballeros, renunciando al
gobierno de la región. Incluso consintió en aceptar el bautismo cristiano,
insultando así a los dioses de sus padres.
Todo por su hija, Spidala. Era la
única familia que le restaba, y quería protegerla a toda costa. Si fuese
posible, le gustaría verla casada con un poderoso señor livonio antes de morir.
Alguien que devolviese a su familia el poder que habían ostentado durante
generaciones.
Odiaba a los Hermanos de la
Espada con toda su alma. Su presencia emponzoñaba las tierras de sus
antepasados. Pero no podía hacer nada para evitarlo. A regañadientes, había
tenido que aceptar que los monjes guerreros eran una fuerza poderosa, a la que
no cabía oposición desde las tribus livonias. Dioses, como les odiaba.
Haber tenido que recurrir a ellos
hacía que la boca le supiese a hiel. Pero sus propios hombres no osarían
afrontar la tarea. No se adentrarían en la pequeña isla del Daugava en la que habían
avistado una de las barcazas de Aizkrauklis, desaparecida días antes. La
barcaza debía regresar hasta Aizkraukle cargada con las pieles capturadas
durante el invierno por los tramperos que comerciaban con Taksis. Y los hombres
enviados para recuperarla no se habían atrevido a acercarse hasta la isla,
temerosos de lo que se contaban sobre ese lugar. Frecuentado por malos
espíritus, decían. O cosas peores.
Antaño, tal vez la lealtad de sus
guerreros les habría empujado a emprender el trabajo. Ahora, ya no. No servían
al señor de una fortaleza, sino a un simple propietario enriquecido, poco más
que un mercader adinerado. A un hombre así no se le respetaba gran cosa. De
modo que tuvo que acudir a los caballeros, antes de sufrir la humillación de
ver como sus guerreros se negaban a obedecer una orden suya.
Wilfred von Bremen, el komtur de Aizkraukle, había encargado la
tarea al monje más joven, Adam. Taksis se sentiría insultado si no fuese por
haber visto, con sus propios ojos, la destreza del caballero en combate. Meses
atrás había derrotado al cruzado danés que llegó hasta su casa pretendiendo la
mano de su hija. Era un buen luchador, y no parecía despreciar a los livonios
como lo hacían otros de los suyos. No mucho tiempo atrás, había pedido ayuda a
Taksis. Adam buscaba al asesino de su hermano, también monje guerrero, muerto
unos años atrás. Seguramente había tomado los votos por eso, suponía.
Lo peor de todo era que no podía
obligarse a odiar al muchacho de la misma forma en que odiaba a los demás.
Quizá era por la forma en que trataba a su gente, con respeto. Como un buen
señor debe hacer. Quizá era porque le recordaba a sus hijos ya caídos.
-Padre ¿Qué hacéis aquí, a solas?
–Se trataba de Spidala, llegada a su lado sin que Taksis se diese cuenta- Es
tarde, y el frío todavía es fuerte. Deberíais ir a dormir.
Sonrió a su hija, que le devolvió
el gesto de forma encantadora- ¿Todavía despierta, Spidala? Mañana tienes un
largo camino, si has de revisar las granjas más apartadas, allá en Askere.
-Sí, padre, así es. Pero no
querría irme a dormir sin asegurarme antes de que descansáis tranquilo en
vuestra cámara. Vamos, tomad mi brazo. Os acompañaré.
Taksis se levantó con un pequeño
esfuerzo, acompañando a su hija. Todavía le quedaba algo por lo que vivir,
después de todo.
***
En el lecho del Río Daugava hay
un palacio. Bueno, está en el lecho del río, y a la vez en otro mundo. Es un
poco difícil de explicar, hay que limitarse a aceptar que así es.
El palacio está hecho de materiales
realmente valiosos. Toda su superficie se encuentra adornada con grandes joyas
de ámbar. Pero ninguna es tan grande como el trono que hay en su salón, un
trono de ámbar, oro y magia. El trono de Staburadze.
Juras Mate gobierna las aguas en
las tierras bálticas. La salada del mar, la dulce de los ríos, y también las
lagunas. Pero no el Daugava, que es provincia, poder y cuerpo de Staburadze.
La suya es una belleza que sólo
unos pocos poetas han podido atisbar en sus sueños, desesperados después por
ser incapaces de reflejarla fielmente con sus palabras. Porque es una belleza
que no despierta lujuria, ni siquiera amor. Contemplar a Staburadze significa
caer en la veneración religiosa.
Pero la Dama del Daugava estaba
preocupada. Algo había invadido su dominio, ocupando una de las islas que aquí
y allá marcaban el curso de las aguas. Algo malvado, que deseaba hundir una
cuña en el río, con propósitos que no podían traer sino desgracia para todos.
Tres hombres habían muerto ya, la tripulación de una barcaza que, cayendo ante
la seducción de una mujer que no era sino sólo mediamujer. Habían desembarcado
en la isla y allí habían tenido un horrendo destino, que no se detuvo con su
muerte.
Staburadze sabía del altar que existía
en la isla. Un lugar en el que adorar a los Poderes Oscuros, abandonado y
solitario desde hacía tiempo. Hasta que recientemente, alguien había despertado
la antigua y terrible magia que dormía en aquellas piedras. Ahora, la Dama del
Daigava, sólo podía asegurarse de que nadie más llegase hasta la isla,
impidiendo así que más víctimas sacrificiales fortaleciesen el altar. Pero
también sabía que eso sólo lo retrasaría, no acabaría con el problema.
No había querido mostrarse aún
ante Tekla y Adam, pero no había tenido otro remedio. Estaban decididos a
llegar hasta la isla, en busca de la barcaza y la tripulación perdida,
acompañados por el livonio Zemvaldis. Así que Staburadze se apareció ante
ellos, saliendo de las aguas del río, pero sin perder contacto con su
superficie.
Tras recuperarse de la impresión,
los tres mortales decidieron hablar con ella. Estaban decididos, incluso
después de saber de la maldad que allí aguardaba. Staburadze decidió
arriesgarse con esta oportunidad. Les ayudaría a cruzar, les dijo, y todo el
apoyo que pudiese proporcionarles, si ellos juraban no permitir ser capturados
por los moradores de la isla. Aunque tuviesen que tomar sus propias vidas para
impedir esa circunstancia.
Sólo después de haber jurado,
Staburadze les dio su bendición, dándoles la bienvenida al Daugava, que no les
negaría el aliento ni estando cubiertos por completo por sus aguas. Uno de sus
siervos les llevó sobre su escamoso lomo a través del río, hasta la isla,
equipados con el mazo de piedra que la Dama les entregó para usar contra el
altar tenebroso.
Una vez tuviesen sus dos pies
sobre la tierra de la isla, Staburadze no podría sino aguardar, pues su poder
no podía alcanzar aquel lugar. Y eso hacía, esperar. Mucho podía perderse si
ellos caían, pero no había tenido otro remedio. No se había atrevido a contarle
a Adam el significado de sus sueños, esos que lo atormentaban desde la muerte
de su hermano. Los sueños en los que la propia Staburadze primero, y Tekla
después, se aparecían ante el caballero, sobre la superficie de un Daugava
tinto en sangre. Si Staburadze hablaba más de lo necesario, se podrían
desencadenar acontecimientos que nadie, tal vez ni siquiera el Viejo Capagrís,
podía preveer.
Ahora debía esperar. De una forma
o de otra, todo se resolvería pronto.
***
Bueno, después de una semana sin jugar, debido a todo el tema de fiestas de Semana Santa y esas cosas, hemos retomado la campaña. Lamentablemente ha sido una sesión más corta de lo normal, pues uno de los jugadores debía retirarse antes de tiempo. Así que decidimos dejarlo en el momento en que el grupo llegaba a la isla y decidía internarse en su interior, en un intento de averiguar lo que ha ocurrido realmente allí y cómo detener el mal del que Staburadze les ha advertido. Pero eso tendrá que esperar a la próxima sesión.
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