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En su persecución de los asaltantes, el grupo se ve obligado a ir despacio, mientras Friedrich rastrea el paso de los bandidos. El cazador descubre que las iniciales pisadas de pies calzados que acompañan a los cascos herrados de los caballos desaparecen, mientras que las señales de las herraduras se vuelven más profundas. Parece que la gente del Jabalí ha tomado a los jóvenes capturados sobre sus monturas y prosiguen así. Obligados a caminar, pues no disponen de caballos para todos, los aventureros avanzan más despacio. Afortunadamente el rastro es fácil de seguir.
Siguen en dirección norte durante las dos jornadas siguientes. Al segundo anochecer tras el inicio de la persecución, acaban llegando a las cercanías del claro sobre el que se alzan unas viejas ruinas. Parcialmente caído, todavía se encuentran en pie la mayor parte de las paredes y secciones del techo del viejo templo que los romanos erigieron en este punto hace largo tiempo. Sobre el suelo yacen los restos de algunas columnas exteriores y parte del frontón derruido. Justo enfrente del templo hay un pedestal con una estatua, difícil de apreciar sus detalles en la creciente oscuridad. No se aprecian señales que delate la presencia de un campamento, al menos en el exterior y desde la distancia.
Tendiendo a sus compañeros las riendas del caballo capturado a los bandidos, Francesc se aproxima al lugar con todo el silencio posible. Llega hasta las cercanías de la estatua, lo suficiente como para poder observar como la luz de la luna se refleja en la imagen de un hombre desnudo, con astas en su cabeza, que sostiene en su mano derecha a una serpiente con cuernos. Reprimiendo un escalofrío ante la visión del ídolo, el ladrón regresa con sus compañeros, señalando que en el exterior no hay nada que indique que pueda haber alguien allí, el lugar está oscuro y silencioso como una tumba.
El grupo se acerca a la entrada del templo, subiendo los agrietados escalones que allí conducen. Iluminan sus pasos con una tea encendida que Werner porta en su mano izquierda, la derecha aferrando con fuerza su hacha. Lo primero que les recibe es un terrible hedor; orina y excrementos, mezclados con un fuerte olor que se pega en la lengua con un regusto metálico. Moviendo la antorcha a su alrededor, el mercenario germano alumbra la escena de una espantosa carnicería.
Calculan que probablemente serán tres los hombres cuyos restos se encuentran esparcidos por el lugar, abiertos en canal y despedazados. Lo que queda de ellos se mezcla con otros restos más antiguos, huesos y excrementos, algunos ya secos, como si se tratase de la guarida de algún animal. Los ídolos que todavía se mantienen en pie en el interior del templo contemplan la escena indiferentes. También hay marcas que indican un fuego de campamento.
Oyen entonces un gemido, un sonido proferido con voz queda. Se aproximan hasta el lugar de donde procede. Allí se encuentra, sentado en el suelo con las piernas extendidas y la espalda recostada sobre la pared, un hombre. La mirada perdida, su palidez es perceptible incluso a la luz de la antorcha, sus manos sobre el abdomen, entre sus dedos se filtra una sangre oscura que ha estado formando un amplio charco a su alrededor.
Rodrigo de Onís examina la herida, y se sorprende que el hombre siga con vida al contemplar las visceras que solo sus manos y el mantenerse inmóvil evitan que acaben desparramadas por el suelo. Aunque el hombre viste con un gambesón reforzado similar a los que portaban los otros bandidos con los que combatieron, el templario trata de calmar su dolor y darle un poco de agua. Cuando se le pregunta sobre lo que ha ocurrido aquí, el hombre solo alcanza a pronunciar débilmente al oído del caballero el nombre Pieter von Schakel antes de exhalar su último aliento. Rodrigo se incorpora y discute el asunto con sus compañeros. El escudo de armas del barón von Schakel aparece en las armas y armaduras de los asaltantes, eso ya lo sabían. El mercader les explicó que se trata de un barón vasallo del conde Arnault de Sainsprit, lo que los aventureros encuentran preocupante. Acaso se trata de un raubritter, un caballero dedicado al bandolerismo. Quizá con respaldo de alguien poderoso, aventuran.
Algo entonces cae sobre Don Rodrigo, casi derribándole contra el suelo. Tomados completamente por sorpresa, los aventureros contemplan a la titilante y movediza luz de la tea de Werner a una criatura de pesadilla. Se trata de una monstruosa cabra, similar pero no idéntica, a aquella con la que combatieron varias jornadas atrás en la posada de Clève. Los ojos de la bestia son humanos, al igual que los genitales masculinos que asoman entre sus patas traseras, sobre las que se mantiene erguido. De sus dientes afilados penden jirones de carne fresca y todavía sanguinolenta.
Con un arrebate de furia el monstruo arremete contra el grupo, intentando hacerles trizas con sus cuernos y dientes. Luchando en la penumbra, entre las sombras y los despojos que les rodean, se debaten furiosamente. La resistente cota de mallas de Rodrigo le ha salvado de la fractura de cráneo que podría haberle provocado el primer golpe, y aunque algo mareado, el templario contiene los siguientes ataques de la bestia el tiempo suficiente para que las hachas de Werner y Francesc y la lanza de Friedrich tajen y atraviesen una y otra vez el pellejo del monstruo hasta que este acaba en el suelo, finalmente muerto. Al contrario que lo que ocurrió en Clève, la apariencia de la criatura no cambia, conservando en la muerte el mismo espantoso aspecto que tenía en vida.
Salen del templo entre jadeos por el esfuerzo, tambaleantes por el hedor y deseosos de aspirar una bocanada de aire limpio. Deciden acampar fuera, a la espera de que la luz del día permita buscar señales del paso de sus perseguidos. Se preguntan si el ser contra el que han combatido estará relacionado con la brujería que transformó a la cabra en Clève. Si se trata del mismo brujo y si, de ser así, el monstruo había partido en su persecución o, como más bien parece, ya estaba en el templo cuando los bandidos llegaron.
Con la llegada del amanecer se ponen en marcha, pues efectivamente Friedrich ha dado con señales que delatan la partida de un grupo de caballos del lugar. Siguen el nuevo rastro, lo que les conduce, después de unas horas, hasta una zona de terreno abierto. Hay algunos campos de cultivo no demasiado bien atendidos, cercanos a un conjunto de edificios rodeados por una empalizada de madera. Del interior asoma una estructura de piedra, probablemente el hogar fortificado de algún noble menor, quizá el barón von Schakel, suponen los aventureros. Junto a la puerta de la empalizada se alza una torre de madera, en lo alto se divisa a un centinela.
Los aventureros -excepto Friedrich, que decide seguir agazapado en el linde del bosque- se aproximan con paso tranquilo y las armas envainadas. Sobre la puerta pueden distinguir al acercarse, un escudo de armas que muestra el mismo emblema que el que marcaba las armas y armaduras de los bandidos, el escudo de los von Schakel.
Don Rodrigo exige ser recibido por el señor de la mansión, a lo que el centinela replica que el barón no se encuentra en el lugar. Ante la insistencia del templario, el guardia deja paso a otro interlocutor, un hombre de gran talla y ancho de hombros. Les explica que el barón Pieter ha salido y podría tardar unos días en regresar. Pero el caballero asturiano no cesa en sus exigencias. El hombre de la torre le contempla en silencio durante unos instantes antes de finalmente acceder a las demandas. Mientras desaparece de la vista del grupo las puertas comienzan a abrirse.
En la entrada pueden contemplar el patio de la mansión, cuyo edificio principal se encuentra al frente. con unos establos adyacentes. A la derecha de esta vivienda hay unas perreras de gran tamaño y a la izquierda una pocilga.
Los aventureros avanzan unos pasos, siendo recibidos por el hombre con el que han discutido, que se presenta como Otto, hombre de armas al servicio del barón. Le acompañan algunos soldados más, que se aproxima al grupo para tomar las riendas de sus monturas. Os daremos alojamiento y cuidaremos de vuestros animales, señala Otto con una sonrisa poco tranquilizadora. A Francesc no se le escapa que algunos soldados más parecen estar tomando posiciones a los flancos del grupo de forma más o menos disimulada. Pero entonces el soldado que se disponía a tomar las riendas de la montura del catalán descubre que el caballo tiene precisamente, la marca que le señala como propiedad del barón. Francesc se da cuenta, y cuando el soldado le mira sorprendido, antes de poder gritar nada recibe en la cabeza un golpe de hacha.
Esto desencadena de inmediato una lucha generalizada en el patio de la mansión. Francesc combate a otro soldado mientras Werner se ve rodeado por dos enemigos. Otto arremete contra Rodrigo, obligando al templario a mantenerse a la defensiva con una lluvia de golpes de su arma, una bola de metal erizada de púas unida al mango mediante una cadena de acero. Rodrigo no puede hacer otra cosa que retroceder un paso tras otro mientras las púas hacen saltar astillas de su escudo.
Al oír los gritos del combate, Friedrich sale corriendo de su escondite, soltando el arco y aferrando su lanza. Desde lo alto de la torre de vigía, el centinela le arroja un venablo, que pasa alto por encima de la cabeza del cazador.
Francesc consigue hundir el filo de su hacha en la pierna de su contrincante, que cae al suelo aullando y retorciéndose de dolor. Tras esto, el ladrón se une a Werner, librando al mercenario de la presión a la que estaba siendo sometido por sus dos adversarios. Friedrich alcanza la puerta de la mansión, y solo gracias a un ágil salto lateral evita que la piedra que el centinela ha dejado caer sobre él le aplaste la cabeza.
Rodrigo consigue reponerse por fin, aprovechando un movimiento en falso de su oponente, y llega su turno de atacar. Los golpes de su espada superan la guardia de Otto, hiriéndole en un muslo y haciéndole caer al suelo. Viendo a su líder derribado, al igual que varios compañeros ya, los combatientes que aún quedan en pie pierden la voluntad de seguir combatiendo y deponen las armas, rindiéndose ante los aventureros.
Rodrigo atiende las heridas de Otto, rogando por una sanación milagrosa, pues desea poder interrogarle, además de la sospecha de que pudiera tratarse del infame Jabalí, a quien desea entregar a la justicia. Mientras sus compañeros comienzan a maniatar a los guardias, Friedrich, por su parte, se adentra en la mansión, curioso por lo que pudiese haber allí.
En el interior se encuentra un gran salón, sobre cuya mesa dispuesta todavía hay restos de comida y bebida. El cazador toma una empanada de carne que comienza a comer con aíre distraído mientras abre una puerta cercana. Allí encuentra la armería, en la que además de lanzas, hachas y otras herramientas de muerte similares encuentra una serie de objetos muy diversos. Vainas de cuero repujado, prendas de ropa de buena factura, rollos de paños para la confección, copas y platos de metal, etc. El cazador toma algunos de estos vienes y los guarda en su zurrón.
Mientras tanto, Rodrigo ha intentado hacer que Otto confiese, pero sin ningún éxito. El soldado se muestra desafiante y se niega a responder a ninguna pregunta. Werner comienza entonces a dar golpes al prisionero, derribándole y a continuación propinarle una serie de patadas. Mientras Francesc se encarga de tranquilizar y mantener controlados a los siervos que trabajan en la mansión el templario se acerca a las pocilgas. Dentro del edificio, por encima de donde hociquean los cerdos hay una plataforma de madera, y al subir la escalerilla que conduce hasta allí Rodrigo descubre a tres mujeres jóvenes y varios niños de muy corta edad, sucios y que le contemplan aterrorizados. El templario trata de calmarles antes de alejarse del lugar.
Escupiendo sangre y algunos dientes, Otto sigue sin responder ninguna pregunta. Pero sus hombres, que han contemplado temerosos la violencia desplegada contra su jefe, están más dispuestos a evitar que les ocurra lo mismo. Uno de ellos confiesa que, efectivamente, Otto es el Jabalí. Actúan bajo las órdenes del barón Pieter von Schakel. Hace unas horas Otto y uno de los soldados -uno de los que yace muerto tras la lucha- regresó a la mansión con un grupo de jóvenes capturados en su última incursión. Nunca se traen los prisioneros hasta aquí, sino que se les conduce al templo romano, pero algo atacó al grupo del Jabalí cuando esperaban allí, matando a algunos de ellos, les cuenta el prisionero.
Entonces el barón, junto con unos cuantos hombres de armas más -bajo el mando de alguien a quien se refieren como "el Quemado"- se marcharon con los muchachos capturados. El lugar al que el barón conduce a los prisioneros que el Jabalí le lleva recibe el nombre de Cementerio de los Héroes, un lugar de enterramiento de los tiempos antiguos, que se encuentra a una jornada o así de la mansión, tras cruzar el río Loup.
Aquí el grupo comienza a discutir sus opciones. Ninguno de ellos siente deseos de enfrentarse a un grupo numeroso de hombres de armas. Don Rodrigo sugiere denunciar el caso en la relativamente cercana ciudad de Rocmort, a dos o tres jornadas de viaje, según se les ha explicado, y buscar allí la ayuda de la condesa Sibila o de alguien de su consejo de nobles para acabar con los bandidos.
Francesc no lo tiene tan claro. Excepto Rodrigo, el resto no son más que plebeyos, y lo que se está planteando es denunciar a un noble sin contar con pruebas. Pero al menos tenemos prisioneros y testigos, afirma Werner. Podemos llevar con nosotros a estos -señala al Jabalí y a los otros prisioneros- y que confiesen en Rocmort. También podríamos llevar con nosotros a alguno de los sirvientes de la casa, añade Friedrich. Que confirme lo que contamos. A pesar de no sentirse nada convencido, con grandes recelos sobre el asunto, Francesc finalmente se muestra de acuerdo, aunque reticente.
En compañía del Jabalí y de uno de los soldados prisioneros, además del encargado de dirigir a los criados de la mansión, el grupo parte de la mansión de los von Schakel y se adentra una vez más en la espesura del bosque, buscando atajar entre las colinas boscosas y nubladas para llegar al río Loup y desde allí hasta la ciudad de Rocmort.
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Por supuesto, tal y como viene preparado, en el escenario se espera que el grupo continúe el rastro de pistas que le lleva de una localización a otra. La decisión tomada por los jugadores en realidad supone el fracaso en la consecución de esta aventura -rescatar con éxito a los secuestrados requiere que no haya grandes retrasos-, pero a cambio abre una nueva puerta a consecuencias desconocidas y a una mayor libertad por parte de los jugadores. En la siguiente sesión esta tendencia se va ampliando, y espero que en la que vaya detrás de esa -la próxima que he de dirigir- los PJ y sus tramas quedarán ya enmarañados con diversos PNJ que cuentan con sus propias historias.
Donde el grupo patinó un tanto fue en el descuido con el que revisaron las cosas después del combate. Se dejaron mucho por preguntar y mucho por examinar, lo que quizá les habría llevado a comprender mejor lo que está ocurriendo en realidad. Lo bueno del asunto es que siempre habrá una nueva oportunidad de dar uso a esa información. Quizá ahora cuenten con tiempo para conocer y odiar al barón von Schakel durante una temporada, en lugar de la breve aparición que habría supuesto el escenario tal y como estaba previsto. Ni idea, el tiempo lo dirá.
Ummm que bueno. Se nota que aunque la decisión te sorprendiese te gusto, unas dudas que me surgen, ¿no estaban en condiiones de poder ir o el desafío parecía insalvable?
ResponderEliminarLo que ocurrió es que los jugadores pensaron que el grupo al que los PJ habrían de hacer frente iba a ser demasiado numeroso como para vencer.
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