La situación no es para menos. Comienzos de 1429. Tenemos a los husitas contra católicos, pero eso también supone a los checos de Bohemia contra los alemanes del Sacro Imperio, a eslavos contra germanos, si sumamos a Polonia. A la propia situación de Polonia, con los partidarios de la secesión de Lituania para erigirse en reino propio frente a quienes quieren mantener la unión. Al reparto de Silesia, campo de batalla de los principales bandos y objeto de disputa. A los conflictos internos de cada bando, con sus facciones, sus líderes ambiciosos, sus alianzas y traiciones.
Vamos, un pifostio de la leche.
Por ahí se mueve Reinmar de Bielau -llamado Reynevan-, buscando a su amada Jutta de Apolda, secuestrada por sus enemigos, quienes hacen chantaje al joven médico, mago y revolucionario para que les sirva de espía. Con la ayuda de sus amigos -cuatro años han pasado ya desde que se fueron conociendo-, el cínico Scharley y el sabio y bondadoso Sansón Mieles, y con algunos aliados nuevos, como la misteriosa Rixa Cartafila de Fonseca, Reynevan se entremezcla en mil y un asuntos, contempla el horror de una guerra que se diría amorfa, en la que el enemigos de hoy es el aliado de mañana para después volver a convertirse en enemigo. mientras su némesis, el brujo Treparriscos, al mando de los Jinetes Negros, persigue con todo su odio al médico. Y las vidas de unos y otros se cruzan, en ocasiones más de una vez, con la de multitud de personajes, importantes o insignificantes, conectándolo todo en una red en la que cada acción puede resultar en insospechadas consecuencias.
Lo cierto es que no debería haberme preocupado por la dificultad a la hora de seguir el hilo de toda esta historia. La novela, incluso contando con la extrema complejidad de la situación que describe, usa todo ese trasfondo histórico como un tapiz histórico en el que las tramas de los protagonistas dan alguna que otra puntada que otra. No tardé mucho en seguir el ritmo de la narración, y ya se va encargando el autor de ir refrescando de forma más o menos sutil, sin llegar a ser cargante, los pasados acontecimientos a los que se pueda hacer referencia y que resulten de veras relevantes.
La prosa es la que se puede esperar de Sapkowski, apoyada en la edición de Alamut por la excelente traducción de José María Faraldo y Fernando Otero Macías. Capturan el estilo del autor, sus coloquialismos y sus ocasionales expresiones anacrónicas -por ser modernas-, que se entremezclan con arcaísmos, latinismos y toda una serie de giros lingüísticos que en realidad no afectan en nada a la fluidez con la que se puede leer el texto pero sí al disfrute que resulta de ello.
El mensaje antibelicista, la denuncia de unas élites -ya sean revolucionarias o conservadoras- que no se preocupan tanto de sí mismos y de su causa en abstracto como de la gente real que sigue sus instrucciones y que sufren las consecuencias, el hastío de ver unos ideales continuamente arrastrados por el lodo, son cuestiones constantes aquí. Como en toda la obra de Andrzej Sapkowski, en realidad.
También hay humor, aunque sea negro. Mucha ironía, sarcasmos, el tipo de expresiones humorísticas que se emplean para atenuar siquiera un poco la enormidad del horror en el que está inmerso el mundo de los protagonistas.
Y tampoco aquí faltan los elementos sobrenaturales. La magia se entremezcla con la alquimia y con la ciencia de una forma que, aunque al lector le resulte chocante, nos da una idea de cómo las gentes de la edad media veían todo eso como parte de lo mismo.
Una magnífica novela, en trama y en estilo, que contiene todos los elementos que un lector habitual del autor puede esperar, incluyendo un final agridulce. Este volumen en concreto, y el conjunto de Las guerras husitas en general, son una lectura que no puedo sino recomendar encarecidamente.
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