viernes, 28 de junio de 2013

Crusaders of the Amber Coast (Sesión 15)

Las negociaciones parecían ir bien, pensaba el Hermano Dominic. El intento de lograr que la Orden teutónica aceptara en su seno a la más pequeñas Hermandad de la Espada parecía ir por buen camino. Desde luego, la ayuda que el séquito del propio Dominic había dado a Hermann Balk, el Ostmeister teutón, había resultado de lo más útil para granjearse la simpatía y confianza de los poderosos de la orden.

Cierto, en los últimos días había comenzado a propagarse por la ciudad de Kulm una serie de rumores maledicentes sobre la Hermandad de la Espada, acerca de su supuesta impiedad y falta de disciplina con sus superiores. Hermann Balk y su segundo, Dietrich von Grüningen, habían mencionado el asunto al expresar algunas dudas al respecto, las mismas que hicieron rechazar a la orden livonia unos años atrás, cuando solicitaron por primera vez el ingreso en las filas teutónicas. Pero no era más que un escollo. Dominic no dudaba de poder superar el problema.

Lo que se preguntaba ahora era la razón de haber sido llamado a presencia del Ostmeister, de forma tan inesperada y en compañía del Hermano Adam y su séquito. Tenía la sospecha de que podía tener algo que ver con el repicar de campanas que empezaba a oír por toda la ciudad. Parece que alguna noticia se había extendido por Kulm. Quizá traída por alguno de los mercaderes que, desde Lübeck o Riga hacían la ruta del Mar Báltico.

Una vez en el castillo, su creciente aprensión no desapareció al ver las graves expresiones de los caballeros de la cruz negra. Hermann Balk, con su segundo a su lado, dedicó a Dominic una mirada compasiva, mientras le ofrecía una carta, abierta, en la que se podía ver todavía el sello del Obispo Nicholas de Riga.

-Lo siento –dijo el Ostmeister de la Orden Teutónica- la carta acaba de llegar desde Riga. No son buenas noticias…

***

Finalmente, el ejército cruzado se había introducido en Lituania.

Empezaron por las tierras de la tribu Zemaitija. Allí, su camino resultaba visible desde la lejanía, pues un observador podía adivinar cuán profundamente se habían adentrado los cristianos en aquellas tierras, pues bastaba tan sólo con observar  las numerosas columnas de humo que cubrían el paisaje. Cada columna tenía su origen en una aldea asaltada, saqueada y destruida por los cruzados. El ejército estaba interesado en botín, pero por el momento no en acumular demasiados prisioneros. Así que, excepto unas cuantas mujeres jóvenes y algunos caudillos importantes, de los que se podría intentar cobrar algún rescate, aquellos que no pudieron huir a tiempo de los cruzados acabaron muertos; ahorcados, quemados en la hoguera, pasados por las armas. Todo por la salvación de sus almas, y a mayor gloria de Dios.

No encontraron oposición digna de ese nombre. El ejército era demasiado numeroso, y su abundante caballería pesada garantizaba la derrota de cualquier fuerza que las tribus lituanas pudieran oponer a su avance. Así que prosiguieron su marcha sin sufrir percances de importancia. Acumulando botín, demostrando a los Duques Mindaugas y Vikyntas, los grandes señores de aquellas tribus, quién poseía el poder en las tierras bálticas.

Tras cruzar Zemaitija sin oposición, se adentraron en el territorio de la tribu Aukstaitija, alargando la senda de destrucción dejada entre los paganos. El botín se volvió algo menor llegado este punto; las gentes de aquellas tierras, alertadas de lo que estaba ocurriendo, habían dispuesto de más tiempo para abandonar sus hogares, llevándose con ellos todo lo que pudiesen transportar, intentando no dejar nada a los invasores, sobre todo nada de comida.

Varias aldeas más fueron asaltadas y quemadas por completo. Los fuertes de madera, las únicas fortificaciones que los lituanos eran capaces de construir, no lograban mantener fuera a la eficiente maquinaria bélica de los cruzados germanos. Los cadáveres de los defensores acababan colgando por el cuello, en lo alto de las colinas donde quedaban los restos humeantes de los fuertes en los que habían intentado ofrecer resistencia.

Finalmente, Volkwin von Winterstein, Gran Maestre de la Hermandad de la Espada y general del ejército, decidió que habían hecho suficiente. Se habían adentrado demasiado en territorio pagano, habían acumulado un inmenso botín en animales, plata, pieles y ámbar. Habían sufrido muy pocas bajas, pero cada vez resultaba más difícil forrajear para obtener provisiones con las que alimentar a las tropas. Decidiendo pues, que los objetivos de la expedición se habían cumplido, dio la orden de regresar a las tierras de los livonios y letones, aquellas gobernadas por la Hermandad de la Espada. El victorioso ejército, con la moral altísima, comenzó el camino de regreso.

Que era lo que los lituanos habían estado esperando.

Por separado, los Samogitas y los Aukstaitijas no eran rival para los cruzados. Sabiamente, no habían malgastado sus recursos en fútiles intentos de detenerles. En su lugar, enviados del Duque Mindaugas habían hablado con el Duque Vykintas, llegando a un acuerdo sobre un modo común de enfrentarse a los germanos. Los contingentes de guerreros de ambas tribus se reunieron, puestos bajo el mando de Vykintas. Éste aguardaba su oportunidad.

Y supo que el momento había llegado cuando los germanos emprendieron el camino de regreso. Previendo la ruta que tomarían, Vykintas adelantó a los cruzados. Eso no resultaba difícil, sus hombres conocían aquellas tierras mucho mejor que los invasores, quienes, además, marchaban cargados con el enorme fruto del pillaje al que se habían entregado durante la expedición. Así que Vykintas estuvo en posición de escoger el punto en el que tendría lugar la batalla.

Eligió el vado de un río que los cruzados habrían de atravesar, en un lugar llamado Siauliai.

***

Aprovechando el breve respiro, Lucien se quitó el yelmo, tomando aire a grandes bocanadas. Usó el sobretodo para limpiarse algo del sudor y la sangre que le corrían por la cara, sin preocuparse por las manchas de barro que le dejaba allí. Tan sólo quería despejarse los ojos, que le escocían por las gotas de sudor.

Miró a su alrededor. Desde luego, los paganos habían sabido escoger el lugar en el que atacar. Cerca de la orilla de aquel río, del que no sabía ni el nombre, el suelo estaba completamente embarrado, más aún debido a que aquel era un vado, donde el caudal del agua se ensanchaba cubriendo una mayor cantidad de tierra. Todo ese fango inutilizaba la caballería pesada, que apenas podía moverse, impedida por el peso de los caballeros con toda su armadura.

No les había ocurrido lo mismo a los lituanos. Sus caballos, más pequeños que los que cabalgaban los germanos, sólo tenían que soportar el peso de un jinete vestido con simples armaduras de cuero y piel. Normalmente nunca se habrían atrevido a atacar a los casi invictos caballeros cruzados, pero el terreno había cambiado las tornas. La noche anterior, la caballería ligera de los paganos había atacado el campamento en el que ejército pernoctaba a la espera de cruzar el vado al amanecer. El ataque estuvo bien ejecutado, con los jinetes arrojando con precisión sus venablos contra guerreros que apenas podían avanzar con dificultad entre el fango.

El asalto inicial había provocado numerosas bajas, pero aún peor, había permitido tomar posiciones al resto del ejército pagano. Al amanecer, los cruzados se encontraban cercados por una fuerza superior en número, que comenzó a hostigarles sin descanso, atacando en oleadas.

El ejército germano podía haber intentado retirarse, y de hecho, algunos caballeros así lo plantearon. Pero eso habría significado renunciar a la fortuna que habían acumulado durante la expedición, algo a lo que muchos no estaban dispuestos. Y los Hermanos de la Espada no se retirarían del combate, pues sus votos así lo impedían. De manera que fueron pocos los que trataron de huir. Allí se quedarían y allí aguantarían.

Y allí morirían, por lo visto. Los cruzados habían estado combatiendo la mayor parte del día contra los guerreros tribales, sin apenas tiempo a descansar. La disciplina, el armamento superior y el riguroso entrenamiento marcial de los monjes guerreros era una roca en torno a la cual se congregaban el resto de gente de armas, pero las incesantes oleadas de atacantes la estaban erosionando.

En el último embate, Lucien había visto caer a Gottfried von Eisenburg, komtur de Lennewarden. El enorme caballero había caído como un oso bajo una manada de mastines. Se llevó a varios paganos por delante, pero finalmente tres guerreros le habían derribado al suelo y lo sujetaron lo suficiente como para que otro más pudiese rematarle con una enorme hacha.

Poco antes de eso, la mayoría de las tropas auxiliares livonias había intentado huir. Quizá algunos lo consiguieran, pero Lucien suponía que la mayoría de ellos no volvería a ver sus hogares. Unos cuantos, los más fieles, o los que tenían más cuentas pendientes con los samogitas, se habían quedado. Akselis, por supuesto, estaba entre ellos, y por ambos motivos. Había luchado con una frialdad extraordinaria, disparando virote tras virote de su ballesta, sin retroceder pese al avance enemigo. Cuando los samogitas llegaron hasta su posición, Lucien le perdió de vista, lo último que vio fue como soltaba la ballesta para echar mano a su maza de guerra, antes de ser engullido por la fuerza asaltante.

No volvió a verle hasta que el contraataque de los caballeros germanos en el que él mismo participaba hizo retroceder, al menos brevemente, a los paganos. Akselis yacía en el suelo, su rostro reconocible, la única parte de su cuerpo que no estaba cubierta por las heridas infligidas con las hachas que blandían los lituanos.

-Pudiera ser que Dios nos llamase a su lado en este día. –Era la voz del Hermano Wilfred, komtur de Lennewarden. Había hablado con voz tranquila, resignada. Lucien sabía que Wilfred había recomendado intentar una retirada ordenada, no permitir que los paganos escogiesen el lugar de la batalla, aunque eso significase abandonar el botín. No había sido escuchado. Así que se quedó a combatir. Antes, cuando pareció que los Samogitas estaban a punto de quebrantar las filas de los germanos, valiéndose no sólo de sus armas, sino de la magia de sus dioses, que hizo llover fuego y relámpagos sobre los caballeros, Wilfred y algunos otros hermanos de gran poder resultaron vitales para frenar el avance, valiéndose de todo el favor divino del que disponían. Habían estado magníficos, pero no sería suficiente para salvar el día.

-Bien pudiera ser –respondió Lucien a las palabras de su komtur –Al menos no necesitaremos confesión, pues morir por la Cruz nos purifica el alma.

Intentó que sus palabras no sonaran cargadas de amargura, pero no estaba seguro de haberlo conseguido. Si Wilfred había notado el pesar en sus palabras, no dio muestras de ello.

-Quiero hablar con Otto -dijo en cambio –Él no es un Hermano de la Espada, y no debería quedarse aquí, hasta el final. La batalla está perdida, pero Volkwin debería pensar en salvar a todos los laicos que sea posible. Tras este desastre, la frontera del Daugava estará casi indefensa.

Lucien no daba crédito a sus oídos. Wilfred se sabía ya hombre muerto, pero se preocupaba por lo que ocurriese después allá en Ascheradan. La frialdad y disciplina de la que hacía gala dieron escalofríos al normando.

Eso le hizo recordar algo. –Por lo menos el Hermano Adam no está aquí. Alguien quedará para hacerse cargo de la guarnición. Pero sí, tenéis razón, Hermano Wilfred. No es necesario que Otto muera en este lugar.

Juntos caminaron entre el fango. Los hombres de armas se afanaban en apartar los cadáveres entrelazados de cristianos y paganos para despejar el terreno. Desde atrás, llegaban los gritos de los heridos y moribundos, mientras los sacerdotes rezaban por su recuperación o les ofrecían los santos óleos. Allí nadie se hacía ilusiones sobre el resultado de la batalla, pero la moral no se había quebrantado, al menos no todavía.

Llegaron hasta Otto, que se mantenía junto a muchos otros cruzados temporales, aquellos que habían llegado a estas tierras por un breve espacio de tiempo, y que ahora se daban cuenta de que aquel lodazal del Báltico sería su tumba. El joven estaba sentado en el fango, el azul de su sobretodo desaparecido bajo la costra de barro y sangre que le cubría, con la mirada perdida de puro cansancio. Antes, Lucien le había visto luchar con abandono casi suicida. Pero viéndose vivo todavía, parecía que las fuerzas hubiesen abandonado al caballero.

-Otto –comenzó Lucien. No sabía el tiempo que tenían, así que decidió hablar sin miramientos -, debes marcharte de aquí.

El otro levantó la mirada, sorprendido. No respondió.

-Tienes que abandonar este lugar en cuanto tengas oportunidad para ello –continuó Wilfred con voz tranquila –Nosotros estamos obligados a permanecer aquí por el vínculo de nuestros Votos, pero eso no debería arrastrar a otros caballeros. Esta lucha no tiene esperanza. Tu espada, así como las de otros serán necesarias en breve. Permanecer aquí, buscar la muerte como forma de expiación de tus pecados es un acto de orgullo, que puede no ser visto con buenos ojos por el Altísimo.

Otto parecía preocupado por lo que oía –No quiero dejaros aquí. Sois mis Hermanos. Y no podéis negar la salvación de mi alma que representa morir en defensa de la Cruz, aquí, en el mismo lugar en el que mi tío ha perdido su vida.

-No, somos hermanos. No eres un Hermano de la Espada, y nada debes a nuestra causa, al contrario que tu tío Gottfried. Si lo deseas, puedes tomar los Votos en Riga, pero ahora márchate. Busca otro lugar para morir, uno en el que tu final sirva de algo. Pero no aquí. Vete en cuanto tengas una oportunidad, mientras los Hermanos contenemos a los paganos. Y llévate contigo a quienes quieran seguirte, quizá así puedas salvar algunas vidas. Es una orden directa –su voz sonaba tan poderosa, tan cargada de autoridad, que durante un instante, Lucien dudó acerca de si Wilfred había hecho uso de alguna oración de poder para coaccionar a Otto.

Abatido, el caballero laico se puso en pie. Siguiendo los consejos que le fue dando Lucien, se desprendería de su cota de mallas en el momento en que tuviera que alejarse del campo de batalla, el peso de la armadura sólo le estorbaría y pondría en peligro en el terreno pantanoso. Sin palabras que poder decir en un momento así, abrazó a Lucien y saludó con una inclinación a Wilfred. Después, con lágrimas en los ojos, retrocedió junto con otros hombres hacia la formación de los caballeros laicos, donde lucharía hasta encontrar un punto por el que salir de aquella trampa. La suya era una pobre oportunidad, pero al menos tenían algo.

A lo lejos, comenzaron a sonar llamadas de cuernos. Los paganos volvían al ataque.

Wilfred y Lucien intercambiaron una última mirada, y después, con toda la firmeza que podían dar a sus pasos, se dirigieron al frente. En sus labios había una oración de batalla, a la que se sumaron muchos más cruzados.

Dios, mi señor, consigue con mi espada, que aquellos que te buscan te encuentren.
Dame fuerza para los desalentados, dame esperanza para los oprimidos, dame misericordia
para los arrepentidos, sobre todo da tormento para los perversos y ante todo da justicia a los
excluidos.

A lo lejos, se oían los gritos de guerra de los guerreros lituanos que, deseosos de cobrarse venganza contra los cruzados, se acercaban.

***

En sus nuevos aposentos en el castillo de San Jorge, en Riga, Dietrich von Gruningen meditaba sobre la enormidad de la tarea que se le había encomendado.

Tras la noticia de la casi completa destrucción de la Hermandad de la Espada, se temió por la seguridad de las plazas germanas en Livonia. Todo el Obispado de Riga podía sufrir un ataque, y no sólo desde las tierras paganas. Los daneses no habían olvidado la rapacidad con la que los Hermanos de la Espada habían atacado sus dominios estonios, unos años atrás. Podían aprovechar la ventaja para tomar algunas plazas fuertes, bajo la excusa de ofrecer protección a los cristianos de la región.

Pero con la carta del Obispo Nicholas había llegado otra misiva, esta de Guillermo de Módena, legado papal en tierras bálticas. Haciendo uso de su autoridad respaldada por la Santa Sede, el legado papal había ordenado el ingreso de lo que quedaba de la Hermandad de la Espada en la Orden Teutónica. Hermann Balk había otorgado a su segundo el nombramiento de Ostmeister de Livonia. Necesitaría la confirmación del Gran Maestre, pero no dudaba de que Hermann von Salza daría el visto bueno.

Así que, apenas dos días después de conocer la noticia del desastre de la Batalla de Saule, Dietrich se había embarcado en dirección a Riga, con dos cocas llenas de caballeros y soldados teutones. Le acompañaba la delegación de Hermanos de la Espada, en quienes había llegado a depositar cierta confianza.

A su llegada a Riga habían sido saludados como salvadores por la población. Pero no había tiempo que perder. Lo primero que Dietrich había hecho fue entrevistarse con el obispo. Lo que oyó no le gustó demasiado. Al parecer, incluso el obispado deseaba su parte del cadáver de la orden livonia, pues había ocupado algunos de sus castillos, por supuesto alegando la necesidad de proteger al pueblo. Era un problema que precisaba de una solución rápida, pero había otros más urgentes.

El primero de los cuales era asegurarse la lealtad de los restos de la Hermandad. Adelantándose a estas necesidades, Guillermo de Módena había convocado a la mayoría de los komtur de las plazas más cercanas a Riga, para que rindieran voto de obediencia a su nuevo Ostmeister y a la orden a la que pertenecía ahora. Dada la urgencia, se había decidido permitir que los Hermanos conservaran su propia regla y costumbres, con tal de que juraran lealtad a la orden teutónica.

Varias de las fortalezas del Daugava estaban casi desguarnecidas. La que se encontraba en mayor estado de indefensión era Ascheradan, de donde venían los enviados de la embajada. El lugar ni siquiera era una fortaleza, sino un fuerte de madera livonio. Sin otros recursos a los que recurrir, Dietrich había nombrado al Hermano Adam nuevo komtur de Ascheradan y le había encargado la transformación del fuerte de madera en una robusta fortaleza de piedra.

***

Otto von Eisenburg comenzaba a sentirse más tranquilo a cada día. Al principio, saberse vivo tras presenciar la muerte de tantos de los suyos le había llenado de remordimientos que atormentaban su sueño. Pesadillas sobre su huida por las marismas, evitando a los lituanos que remataban a todo cruzado que cayese en sus manos. Había sido espantoso, más todavía por su sentimiento de ser un cobarde, de dejar atrás a sus hermanos de armas.

Pero había sobrevivido. Él y otros pocos más habían alcanzado la frontera livonia y se habían dirigido a Riga, donde llegaron tras pasar muchas penalidades, llevando consigo las noticias sobre el desastre.

Muchos de los supervivientes habían decidido que ya tenían bastante con la parte cumplida en la cruzada, y abandonaron aquellas tierras. Pero Otto sabía que ya nunca podría regresar a casa. No si quería librarse de la culpa que, lejos de haberse aliviado allí, se agrandaba cada vez más. Así que había decidido tomar los Votos de un Hermano de la Espada.

Se había reencontrado con el Hermano Adam tras el regreso de este a Riga, acompañado por los caballeros teutones que tomarían el puesto de los caídos. Otto consiguió que se le destinara a Ascheradan, ahora bajo las órdenes del nuevo komtur.

Su llegada allí había tenido más sorpresas desagradables. Lord Taksis Aizkrauklis había aprovechado la situación para recuperar el fuerte de madera, que había perdido años atrás a manos de los cruzados. Aún más, según les contaron los hombres de armas germanos que aguardaban fuera de la población, expulsados por Aizkrauklis, el Hermano Roger había sido asesinado por los propios auxiliares livonios, cuando trató de impedir que éstos saquearan la capilla del fuerte.

Adam había actuado con contundencia. Tras buscar voluntarios en la población livonia, con escaso éxito, había lanzado un asalto nocturno contra el fuerte. La batalla había sido dura, pero Aizkrauklis no contaba con suficientes guerreros como para defender apropiadamente el lugar, y la presencia de dos caballeros fuertemente armados fue suficiente como para compensar la diferencia numérica entre ambas fuerzas.

Ahora, Taksis Aizkrauklis había sido desposeído de todos sus bienes y exiliado de Ascheradan. A Otto le parecía completamente derrotado, como si se hubiera operado un cambio en su persona. Antes parecía un guerrero veterano y lleno de dignidad, pero ahora no era más que un anciano cansado y triste. Sus pertenencias, confiscadas por Adam, servirían para empezar a financiar la construcción del castillo de piedra que, lo más rápidamente posible, debían erigir allí.

***

Bueno, después de dos semanas sin jugar podemos retomar la campaña. Esta sesión fue un verdadero punto de inflexión. Muchos de los PNJ que conocieran los protagonistas de esta historia están ahora muertos. Y los PJ se encuentran al mando de una fortaleza y sus dominios.


La campaña, tal y como aparece en Crusaders of the Amber Coast, incluye un pequeño sistema para llevar un seguimiento del estado de la fortaleza y el dominio. Pero sabiendo que a los jugadores les gusta este tipo de cosas, decidí dar un poco más de detalle a la cuestión de regir Ascheradan, valiéndome de Empires, suplemento para MRQII. Dicho libro incluye un capítulo dedicado precisamente a este tipo de dominios, relativamente pequeños, con sus eventos estacionales, sus reglas para el estado de humor de la población, la consideración del señor entre otros nobles y la construcción de edificios importantes. Así que parece que, si la cosa gusta, dedicaremos algunas sesiones a llevar el paso del tiempo, y ver si, a pesar de todas las penurias que les aguardan, son capaces de construir un castillo de piedra.

2 comentarios:

  1. Una pena todos los caídos. Se habían ganado mi admiración y respeto, todos ellos con sus luces y sus sombras, como cabe esperar en una campaña de corte realista como es esta. Pero me dolió la muerte de todos los conocidos sin excepción.

    El saber de la actitud del difunto komtur Wilfred en la batalla, aunque fuera de oídas (ampliado en la lectura de este blog), me gustó especialmente. Siempre he sido un admirador de la disciplina castrense (en aquello que el término puede ser admirado), y en especial de la capacidad para, en la situación crítica de una batalla perdida o defensiva, mantener la templanza y tomar las decisiones oportunas. Ojalá Adam hubiera podido mostrarle en vida mayor respeto y admiración. Esto último por supuesto es un pensamiento del personaje; como jugador me gustó que la relación entre ambos fuera distante, como la de un hijo temeroso ante el padre severo al que no quiere defraudar.

    Ahora toca honrarlos. La situación no se presenta fácil, pero mejor así. A mayor desafío, mayores posibilidades de disfrute. Además, hay un elemento de especial atractivo para mí, dadas las circunstancias, y respetando a todos los difuntos y al resto de PJs: Adam es ahora el komtur de Ascheradan.

    Lo intuí, tal vez más movido por el deseo que por otra causa, desde que supuse que no regresaríamos a tiempo de formar parte de la campaña militar, y sabedor de antemano del desastre en que acabó aquello, ya que es un hecho histórico. Como jugador siempre he saboreado especialmente, cuando he tenido la oportunidad, este tipo de situaciones en las que la partida te convierte en un líder de hombres, sea en la forma que sea, no siempre necesariamente en relación al ámbito militar aunque suela ser lo más común.

    De todos los posibles roles que uno puede llegar a jugar sin duda es el que más me atrae, mucho más (a años luz de hecho) que el de campeón o heróe imbatible. No sabría decir muy bien por qué. No se trata de dar órdenes sabedor de que serán acatadas, ni tampoco es cuestión de sentirse el más importante en la toma de decisiones. O tal vez sí, en cierta medida. Lo que seguro sé es que el motivo principal que convierte en tan disfrutable para mí estas situaciones es que, siendo como soy un irresponsable y desapasionado como pocos a la hora de regir mi deambular en la vida real, me vea en la ficción de una partida de rol con el deber de medir cada decisión tomada, de actuar sin opción a la pasividad, de responder por cada acto, de planificar y ejecutar con acierto; porque de ello depende no mi futuro, sino el futuro de muchos. Supongo que puedo aceptar mis penurias por mi desidia, pero no soporto el condenar a otros al desastre cuando de mí depende. Y soy condenadamente apasionado cuando juego estas situaciones.

    Imagino que por eso jugamos a rol, para ser lo que no somos, pero desearíamos ser.

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    1. Vaya, estoy sorprendido, y no sabes lo que me alegra saber que tomas en tal consideración los acontecimientos de la campaña, y a los PNJ. Ahora toca tomar el testigo de Wilfred.

      Lo malo de las campañas tan imbricadas en acontecimientos históricos es que, a poco que sepan los jugadores, resulta difícil sorprenderles con estas cosas. Así que preferí jugar con la anticipación, antes que con la sorpresa.

      Y oportunidades para poner a prueba la capacidad de liderazgo de Adam, habrá alguna que otra, eso seguro.

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