Uno de los elementos que
unen a las tribus bálticas desde Livonia hasta Prusia es su
religión, la romuva. Los nombres de los dioses a los que se reza
varían en cada territorio, así como la importancia que se les
otorga. Pero son los mismos. Un sacerdote de Perkons en Livonia
saludará como miembro de su fe a un prusio que ofrezca sacrificios a
Perkunis. Que luego tengan otros motivos para matarse entre sí es
una cuestión completamente distinta.
Pero en todo el Báltico,
sólo hay un Kriwe. El archidruida, el sumo sacerdote de la romuva.
Respetado por todas las tribus por igual, el Kriwe, que abandona su
nombre cuando alcanza el título, es la mayor autoridad religiosa de
la región. Habita en el Romowe, un bosque sagrado, oculto a los ojos
de los hombres, que sólo saben que se halla en algún lugar de
Prusia.
Uno de los hogares que el
Kriwe mantiene en ese lugar es una casa de madera, construida
alrededor de un roble centenario, rodeada por un jardín en el que se
alzaban piedras encantadas, la principal una ya para siempre
enrojecida por la sangre de incontables sacrificios. Y allí es donde
se encuentra ahora el más poderoso sacerdote de la romuva.
Reflexiona, sentado en un
tronco abatido que sirve de banco. A una docena de metros, el jardín
es cuidado en silencio por las laumas que viven allí. Espíritus
feéricos de los bosques, las laumas adoptan el aspecto de mujeres
hermosas cuando habitan el mundo de los mortales. Envidian a las
mujeres humanas, debido a su capacidad para tener hijos, algo que las
laumas no pueden hacer. Pero esa envidia se traduce en una actitud
protectora con los niños, a quienes las mujeres-espíritu defienden.
Como hicieron con Tekla,
piensa el Kriwe. Hacía ya casi dos décadas desde que la ragana
llegó al Romowe con un bebé en sus brazos, una niña que entregó a
las laumas para que cuidasen de ella. Así lo hicieron hasta que la
niña alcanzó su quinto año de edad, momento en que la enviaron
lejos, a una familia de un pequeño pueblo de Livonia para que se
hiciesen cargo de ella.
Había buenos motivos
para enviarla tan lejos. El padre de Tekla era alguien tan poderoso
como malvado, y deseaba un vástago a quien legar todo su poder y su
maldad. Vytautas, el Señor de los vilkacis, el mayor y más poderoso
de todos ellos. El Kriwe, un Poder en aquellas tierras por derecho
propio, sabía que Vytautas podría ser un desafío superior a sus
fuerzas, ya fuese por las armas o por la magia.
Había hecho todo lo
posible por advertir a Tekla de aquello; Bajo ningún concepto Lord
Vytautas habría de llegar a saber de su existencia, pues de lo
contrario la llevaría a su lado, para convertirla en uno de los
vilkacis, uno de los más fuertes jamás habidos.
Todo eso se lo contó
antes de que la muchacha, junto con los dos hombres de armas que la
protegían, abandonara el Romowe de regreso a Kulm, donde el
Ostmeister de los caballeros teutones agonizaba. Tekla llevaba
consigo el remedio del mal que aquejaba al cruzado, un remedio que le
había preparado el propio Kriwe.
Extraños tiempos estaban
viviendo, pensaba el archidruida. Tekla había llegado hasta allí
sin saber que aquel había sido su hogar, acompañada de dos
cruzados, uno de ellos germano, el otro un livonio, para buscar la
cura del mal que aquejaba al mayor enemigo de los prusios.
Sólo que Hermann Balk no
era el peor enemigo al que se enfrentaban. No en realidad, a pesar de
toda la sangre vertida por los germanos en su invasión de las
tierras prusias. Los velnos y vilkacis, los adoradores de los Poderes
Oscuros, se estaban aprovechando de la situación, y la maldición
que aquejaba al Ostmeister era obra suya. No sólo no había honor en
permitir la muerte de alguien, incluso de un enemigo, a manos de
aquellos seres demoníacos. Si los vilkacis deseaban ver muerto a
Balk, mantenerle con vida sería algo bueno. Además, al menos había
sacado de los cruzados el que, a cambio de la cura, arrancarían a
los teutones el juramento de mantener una tregua de un año de
duración en la frontera prusia. Tendría que confiar en la palabra
del monje caballero, Adam, para cumplir esa condición.
En realidad, el Kriwe
confiaba en su palabra. Había visto en su interior, atisbando sus
mayores secretos. Lo había hecho con todos, y a pesar de sus
defectos, eran de fiar.
A cambio de su promesa,
les había mostrado el lugar en el que podrían hacerse con la cura.
Una cueva en el interior del Romowe, un lugar lleno de poder que
descendía hasta las entrañas de la tierra, tan profundamente que
llegaba a una caverna en la que brotaba parte de la raíz del Árbol
de la Vida, el Ygdrasill. Debían cosechar un pedazo de la raíz, con
lo que se podría elaborar la cura. Pero había un problema. Claro,
siempre lo hay.
La raíz estaba sujeta a
otro encantamiento de los Poderes Oscuros, que para su vergüenza,
habían llegado hasta el corazón de la romuva. Ahora, sólo aquellos
que no mostrasen reverencia por los dioses de aquella tierra podrían
tomar sin peligro fragmentos de la raíz. Todos los demás serían
golpeados por el poder de Perkunis. Pero los cristianos, al no
venerar a los viejos dioses, podrían tomar un pedazo de la raíz sin
peligro.
Habían tardado todo un
día en ir hasta la cueva y regresar de allí, guiados en el camino
por una de las laumas. Llevaban consigo no sólo la porción de la
raíz, sino que habían acabado con la maldición. Tekla encontró la
solución, vertiendo su propia sangre sobre el lugar en el que se
centraba el poder corruptor, y haciendo luego que el caballero Adam
golpeara con su espada, previamente fortalecida por el poder de su
propia magia, en ese punto, cercenando así la fuente de la
maldición.
El problema es que de ese
modo, el poder del encantamiento no se desvanecería, sino que se
transmitiría a Adam, como de hecho ocurrió. El caballero lo hizo a
sabiendas, algo que, a regañadientes, el Kriwe debía admirar. Adam
portaba ahora un fuerte mal consigo, que debilitaría todo efecto de
curación, natural o mágica, sobre su cuerpo. Al menos Perkunis
había bendecido al cruzado, otorgándole su marca, la runa Thurisaz
en la mano derecha, la que blandía la espada. Ahora, cualquier arma
empuñada con esa mano sería mortal para los velnos y vilkacis.
Con el fragmento de raíz
de Ygdrasill, el Kriwe no tardó en preparar la cura para el
caballero teutón. Con el remedio en su poder, Tekla, Zemvaldis y
Adam habían abandonado el lugar, de regreso a Kulm. Lo hacían
guiados por la vieja Kirs, la misma que les había traído. Para
ellos sería imposible localizar el Romowe, si alguna vez deseaban
regresar.
***
Lucien tomó el pellejo
de agua que colgaba del arzón de su caballo, que avanzaba a paso
tranquilo. Bebió un par de sorbos, y después le ofreció al
caballero Otto von Eisenburg, caballero laico que cabalgaba a su
lado. Éste lo tomó con un gesto de agradecimiento, pero al primer
trago se mostró sorprendido. En lugar del agua con vinagre que
esperaba tragar, había probado un buen vino del Rihn. Lucien se echó
a reír.
-Me aseguré de hacerme
con algo de este buen caldo mientras estábamos todavía en Riga
–dijo, en respuesta a la mirada de Otto-. Estas marchas pueden
hacerse muy aburridas, y nuestro Señor no nos prohibió tomar algo
de vino de vez en cuando.
-Ciertamente, no lo hizo.
Gracias.
Los dos jinetes formaban
parte de la columna que avanzaba paralela al Daugava, hasta dar con
el punto en el que el Gran Maestre Volkwin von Winterstein decidiera
cambiar de rumbo para adentrarse por fin en territorio lituano. Esta
vez no se trataba de una simple incursión, pues era en verdad un
auténtico ejército lo que avanzaba por la orilla; Un centenar de
miembros de la Hermandad de la Espada, lo que comprendía dos
terceras partes del total de la orden, acompañados por tres veces
esa cantidad de cruzados estacionales (de los que sólo pasaban una
temporada en aquellas tierras) y, entre germanos y auxiliares
livonios, unos mil infantes. Una larga recua de mulas portaba la
impedimenta. Y mientras estuviesen junto al río, podrían
abastecerse de las provisiones portadas por las barcazas que seguían
el paso del ejército cruzado.
Con el pellejo de vino
aún en la mano, Lucien se acercó al trote hasta los infantes de
Ascheradan.
-¡Eh, Akselis! ¿Quieres
un poco?
El jefe de los auxiliares
livonios de Ascheradan se giró ante las palabras del hermano de la
espada. Con un seco gesto de asentimiento tomó el odre al que le dio
un fuerte trago. Se lo devolvió a Lucien con el gesto torcido,
mientras se secaba la boca con el dorso de la mano.
-Vaya, veo que habrías
preferido cerveza o hidromiel, ¿eh? Vosotros los livonios no tenéis
paladar para apreciar un buen vino. –A pesar de sus palabras, la
sonrisa no había abandonado el rostro de Lucien, demostrando que
hablaba en broma –Bueno, no te preocupes. En cuanto lleguemos a
algún pueblo de paganos, me encargaré de que tus hombres y tú
tengáis un barril de cerveza para celebrar nuestra victoria y
nuestro botín.
Akselis le dio una
respuesta en su propia lengua, que hizo que Lucien soltara unas
sonoras carcajadas. Otto, que no sabía una palabra de la lengua de
los livonios, mantenía una sonrisa insegura.
-¿Qué es lo que ha
dicho?
-Es un dicho de
estas tierras: “Dios nos ha dado dientes. Dios nos dará pan.”
-Ah, ya comprendo –La
sonrisa de Otto ganó firmeza. Pero pronto desapareció, las
expresiones de alegría nunca duraban mucho en el rostro del
caballero, que parecía permanentemente aquejado del dolor que le
provocaban sus recuerdos. Lucien sabía, por haber hablado con otros
caballeros, que Otto estaba en la cruzada en un intento de expiación
de sus graves pecados; había matado a uno de sus primos, y aunque la
muerte había sido resultado de un duelo justo, el derramar sangre de
la propia familia era un crimen terrible. Al normando no le extrañaba
la expresión de tristeza que solía mostrarse en los rasgos de Otto.
-Pensaba que se nos debía
unir un contingente de tropas rusas –dijo de repente el germano,
como si intentase así apartar de su mente los pensamientos que la
ocupaban.
al respecto. El Hermano
Wilfred me explicó que, según parece, las tropas de Pskov salieron
con mucho retraso de su ciudad, o así lo hicieron saber mediante
mensajeros al Gran Maestre y al Obispo Nicholas. Nuestros comandantes
han debatido, y llegaron a una conclusión evidente; no podemos
aguardar a los rusos. No disponemos de provisiones para abastecernos
tanto tiempo, y la elección es entre avanzar sin los soldados de
Novgorod, o retirarnos. Y no hemos llegado hasta aquí para echarnos
atrás ahora. Buscaremos a los lituanos sin nuestros aliados de
Pskov. Si luego ellos nos alcanzan, pues bienvenidos sean. Pero aun
sin su ayuda, entraremos en Lituania. Y que sea la voluntad de Dios.
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