viernes, 7 de junio de 2013

Crusaders of the Amber Coast (Sesión 14)

Uno de los elementos que unen a las tribus bálticas desde Livonia hasta Prusia es su religión, la romuva. Los nombres de los dioses a los que se reza varían en cada territorio, así como la importancia que se les otorga. Pero son los mismos. Un sacerdote de Perkons en Livonia saludará como miembro de su fe a un prusio que ofrezca sacrificios a Perkunis. Que luego tengan otros motivos para matarse entre sí es una cuestión completamente distinta.

Pero en todo el Báltico, sólo hay un Kriwe. El archidruida, el sumo sacerdote de la romuva. Respetado por todas las tribus por igual, el Kriwe, que abandona su nombre cuando alcanza el título, es la mayor autoridad religiosa de la región. Habita en el Romowe, un bosque sagrado, oculto a los ojos de los hombres, que sólo saben que se halla en algún lugar de Prusia.

Uno de los hogares que el Kriwe mantiene en ese lugar es una casa de madera, construida alrededor de un roble centenario, rodeada por un jardín en el que se alzaban piedras encantadas, la principal una ya para siempre enrojecida por la sangre de incontables sacrificios. Y allí es donde se encuentra ahora el más poderoso sacerdote de la romuva.

Reflexiona, sentado en un tronco abatido que sirve de banco. A una docena de metros, el jardín es cuidado en silencio por las laumas que viven allí. Espíritus feéricos de los bosques, las laumas adoptan el aspecto de mujeres hermosas cuando habitan el mundo de los mortales. Envidian a las mujeres humanas, debido a su capacidad para tener hijos, algo que las laumas no pueden hacer. Pero esa envidia se traduce en una actitud protectora con los niños, a quienes las mujeres-espíritu defienden.

Como hicieron con Tekla, piensa el Kriwe. Hacía ya casi dos décadas desde que la ragana llegó al Romowe con un bebé en sus brazos, una niña que entregó a las laumas para que cuidasen de ella. Así lo hicieron hasta que la niña alcanzó su quinto año de edad, momento en que la enviaron lejos, a una familia de un pequeño pueblo de Livonia para que se hiciesen cargo de ella.

Había buenos motivos para enviarla tan lejos. El padre de Tekla era alguien tan poderoso como malvado, y deseaba un vástago a quien legar todo su poder y su maldad. Vytautas, el Señor de los vilkacis, el mayor y más poderoso de todos ellos. El Kriwe, un Poder en aquellas tierras por derecho propio, sabía que Vytautas podría ser un desafío superior a sus fuerzas, ya fuese por las armas o por la magia.

Había hecho todo lo posible por advertir a Tekla de aquello; Bajo ningún concepto Lord Vytautas habría de llegar a saber de su existencia, pues de lo contrario la llevaría a su lado, para convertirla en uno de los vilkacis, uno de los más fuertes jamás habidos.

Todo eso se lo contó antes de que la muchacha, junto con los dos hombres de armas que la protegían, abandonara el Romowe de regreso a Kulm, donde el Ostmeister de los caballeros teutones agonizaba. Tekla llevaba consigo el remedio del mal que aquejaba al cruzado, un remedio que le había preparado el propio Kriwe.

Extraños tiempos estaban viviendo, pensaba el archidruida. Tekla había llegado hasta allí sin saber que aquel había sido su hogar, acompañada de dos cruzados, uno de ellos germano, el otro un livonio, para buscar la cura del mal que aquejaba al mayor enemigo de los prusios.

Sólo que Hermann Balk no era el peor enemigo al que se enfrentaban. No en realidad, a pesar de toda la sangre vertida por los germanos en su invasión de las tierras prusias. Los velnos y vilkacis, los adoradores de los Poderes Oscuros, se estaban aprovechando de la situación, y la maldición que aquejaba al Ostmeister era obra suya. No sólo no había honor en permitir la muerte de alguien, incluso de un enemigo, a manos de aquellos seres demoníacos. Si los vilkacis deseaban ver muerto a Balk, mantenerle con vida sería algo bueno. Además, al menos había sacado de los cruzados el que, a cambio de la cura, arrancarían a los teutones el juramento de mantener una tregua de un año de duración en la frontera prusia. Tendría que confiar en la palabra del monje caballero, Adam, para cumplir esa condición.

En realidad, el Kriwe confiaba en su palabra. Había visto en su interior, atisbando sus mayores secretos. Lo había hecho con todos, y a pesar de sus defectos, eran de fiar.

A cambio de su promesa, les había mostrado el lugar en el que podrían hacerse con la cura. Una cueva en el interior del Romowe, un lugar lleno de poder que descendía hasta las entrañas de la tierra, tan profundamente que llegaba a una caverna en la que brotaba parte de la raíz del Árbol de la Vida, el Ygdrasill. Debían cosechar un pedazo de la raíz, con lo que se podría elaborar la cura. Pero había un problema. Claro, siempre lo hay.

La raíz estaba sujeta a otro encantamiento de los Poderes Oscuros, que para su vergüenza, habían llegado hasta el corazón de la romuva. Ahora, sólo aquellos que no mostrasen reverencia por los dioses de aquella tierra podrían tomar sin peligro fragmentos de la raíz. Todos los demás serían golpeados por el poder de Perkunis. Pero los cristianos, al no venerar a los viejos dioses, podrían tomar un pedazo de la raíz sin peligro.

Habían tardado todo un día en ir hasta la cueva y regresar de allí, guiados en el camino por una de las laumas. Llevaban consigo no sólo la porción de la raíz, sino que habían acabado con la maldición. Tekla encontró la solución, vertiendo su propia sangre sobre el lugar en el que se centraba el poder corruptor, y haciendo luego que el caballero Adam golpeara con su espada, previamente fortalecida por el poder de su propia magia, en ese punto, cercenando así la fuente de la maldición.

El problema es que de ese modo, el poder del encantamiento no se desvanecería, sino que se transmitiría a Adam, como de hecho ocurrió. El caballero lo hizo a sabiendas, algo que, a regañadientes, el Kriwe debía admirar. Adam portaba ahora un fuerte mal consigo, que debilitaría todo efecto de curación, natural o mágica, sobre su cuerpo. Al menos Perkunis había bendecido al cruzado, otorgándole su marca, la runa Thurisaz en la mano derecha, la que blandía la espada. Ahora, cualquier arma empuñada con esa mano sería mortal para los velnos y vilkacis.

Con el fragmento de raíz de Ygdrasill, el Kriwe no tardó en preparar la cura para el caballero teutón. Con el remedio en su poder, Tekla, Zemvaldis y Adam habían abandonado el lugar, de regreso a Kulm. Lo hacían guiados por la vieja Kirs, la misma que les había traído. Para ellos sería imposible localizar el Romowe, si alguna vez deseaban regresar.

***

Lucien tomó el pellejo de agua que colgaba del arzón de su caballo, que avanzaba a paso tranquilo. Bebió un par de sorbos, y después le ofreció al caballero Otto von Eisenburg, caballero laico que cabalgaba a su lado. Éste lo tomó con un gesto de agradecimiento, pero al primer trago se mostró sorprendido. En lugar del agua con vinagre que esperaba tragar, había probado un buen vino del Rihn. Lucien se echó a reír.

-Me aseguré de hacerme con algo de este buen caldo mientras estábamos todavía en Riga –dijo, en respuesta a la mirada de Otto-. Estas marchas pueden hacerse muy aburridas, y nuestro Señor no nos prohibió tomar algo de vino de vez en cuando.

-Ciertamente, no lo hizo. Gracias.

Los dos jinetes formaban parte de la columna que avanzaba paralela al Daugava, hasta dar con el punto en el que el Gran Maestre Volkwin von Winterstein decidiera cambiar de rumbo para adentrarse por fin en territorio lituano. Esta vez no se trataba de una simple incursión, pues era en verdad un auténtico ejército lo que avanzaba por la orilla; Un centenar de miembros de la Hermandad de la Espada, lo que comprendía dos terceras partes del total de la orden, acompañados por tres veces esa cantidad de cruzados estacionales (de los que sólo pasaban una temporada en aquellas tierras) y, entre germanos y auxiliares livonios, unos mil infantes. Una larga recua de mulas portaba la impedimenta. Y mientras estuviesen junto al río, podrían abastecerse de las provisiones portadas por las barcazas que seguían el paso del ejército cruzado.

Con el pellejo de vino aún en la mano, Lucien se acercó al trote hasta los infantes de Ascheradan.

-¡Eh, Akselis! ¿Quieres un poco?

El jefe de los auxiliares livonios de Ascheradan se giró ante las palabras del hermano de la espada. Con un seco gesto de asentimiento tomó el odre al que le dio un fuerte trago. Se lo devolvió a Lucien con el gesto torcido, mientras se secaba la boca con el dorso de la mano.

-Vaya, veo que habrías preferido cerveza o hidromiel, ¿eh? Vosotros los livonios no tenéis paladar para apreciar un buen vino. –A pesar de sus palabras, la sonrisa no había abandonado el rostro de Lucien, demostrando que hablaba en broma –Bueno, no te preocupes. En cuanto lleguemos a algún pueblo de paganos, me encargaré de que tus hombres y tú tengáis un barril de cerveza para celebrar nuestra victoria y nuestro botín.

Akselis le dio una respuesta en su propia lengua, que hizo que Lucien soltara unas sonoras carcajadas. Otto, que no sabía una palabra de la lengua de los livonios, mantenía una sonrisa insegura.
-¿Qué es lo que ha dicho?

-Es un dicho de estas tierras: “Dios nos ha dado dientes. Dios nos dará pan.”

-Ah, ya comprendo –La sonrisa de Otto ganó firmeza. Pero pronto desapareció, las expresiones de alegría nunca duraban mucho en el rostro del caballero, que parecía permanentemente aquejado del dolor que le provocaban sus recuerdos. Lucien sabía, por haber hablado con otros caballeros, que Otto estaba en la cruzada en un intento de expiación de sus graves pecados; había matado a uno de sus primos, y aunque la muerte había sido resultado de un duelo justo, el derramar sangre de la propia familia era un crimen terrible. Al normando no le extrañaba la expresión de tristeza que solía mostrarse en los rasgos de Otto.

-Pensaba que se nos debía unir un contingente de tropas rusas –dijo de repente el germano, como si intentase así apartar de su mente los pensamientos que la ocupaban.

al respecto. El Hermano Wilfred me explicó que, según parece, las tropas de Pskov salieron con mucho retraso de su ciudad, o así lo hicieron saber mediante mensajeros al Gran Maestre y al Obispo Nicholas. Nuestros comandantes han debatido, y llegaron a una conclusión evidente; no podemos aguardar a los rusos. No disponemos de provisiones para abastecernos tanto tiempo, y la elección es entre avanzar sin los soldados de Novgorod, o retirarnos. Y no hemos llegado hasta aquí para echarnos atrás ahora. Buscaremos a los lituanos sin nuestros aliados de Pskov. Si luego ellos nos alcanzan, pues bienvenidos sean. Pero aun sin su ayuda, entraremos en Lituania. Y que sea la voluntad de Dios.




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