jueves, 8 de agosto de 2013

Los Halcones de Ultramar, de Robert E. Howard

Muy recientemente (julio de 2013) se ha llevado a cabo la publicación de Halcones de Ultramar y otras narraciones de las cruzadas, nueva antología de relatos de Howard, en esta ocasión con la temática común de las cruzadas. Originalmente fueron publicadas en la revista pulp que llevaba por nombre Oriental Stories, publicada por Farnsworth Wright, también editor de la mítica Weird Tales. Oriental Stories estaba dedicada a la ficción histórica, así que en las páginas de este libro no se podrán encontrar brujos, demonios, simios carnívoros u otros tópicos de la Espada y Brujería. Y sin embargo, el estilo de Howard es inconfundible. Además, aunque de forma más sutil de lo habitual, algo hay que haga referencia a innominables cultos provenientes de un pasado prehumano.

El libro forma parte de la colección Los libros de Barsoom, publicada por La Hermandad del Enmascarado, asociación cultural con el declarado objetivo de “promover y rescatar la literatura popular, el pulp, el folletín y la novela popular española”. El volumen comienza con la introducción de uno de los traductores, Javier Jiménez Barco, que pone en antecedentes al lector sobre las circunstancias por las que Howard comenzó a escribir estas historias, así como algunas explicaciones acerca de los relatos escogidos y el orden en que han sido dispuestos, que por cierto, es en su mayor parte el orden cronológico interno, aunque alguno de los relatos aparece fuera de lugar en dicho orden.

La antología en sí está formada por ocho historias, más un capítulo de contenido misceláneo. Cuando me hice con el libro, fue temiendo que tal vez buena parte del mismo contuviese material ya publicado en El Señor de Samarcanda, antología de temática similar publicada por La biblioteca del laberinto, y del que ya hablé hace algunos meses. Afortunadamente, sólo uno de los relatos, precisamente El Señor de Samarcanda, coincide en las páginas de ambos libros. Eso sin contar Las Rojas Espadas de la Negra Catay, relato que en la antología de Laberinto aparece en forma de adaptación al cómic, mientras que en libro que ocupa esta entrada encontramos la historia original.

La primera de estas narraciones, Las puertas del Imperio, muestra a un muy atípico protagonista para los estándares a los que nos tiene acostumbrado este autor. Giles Hobson es un pícaro gordo, fanfarrón, mentiroso y cobarde. Debido a los líos en los que le mete su afición al alcohol y las bromas, tiene que salir por piernas de su Inglaterra natal para poner rumbo a Outremer, donde su astucia y algo de suerte le permite sobrevivir a sus múltiples desventuras mientras se convierte en espectador privilegiado (y a veces en involuntario instigador) de algunos de los acontecimientos más importantes de su época. Es una buena historia, aunque el papel de pícaro no parecía encajar muy bien con la narrativa de Howard, que en ocasiones parece aguantarse a duras penas las ganas de hacer que su protagonista acabe con todos sus enemigos a golpe de espada salvaje.

Los tres relatos siguientes, Los Halcones de Ultramar, La Sangre de Bel-Shazzar y La princesa esclava, conforman el pequeño ciclo de otro de los personajes de Howard. En este caso, Cormac FitzGeoffrey. Es este un tipo que puede describirse como… eh… bueno, imaginaos a Conan con armadura de caballero del siglo XII ¿Ya? Pues eso. Pero si hasta llega a jurar por Crom.

Cormac es gaélico-normando, hijo de un noble inglés y madre irlandesa. Así que tiene lo que, para Howard, era lo mejor de los dos mundos. ¡Es medio celta medio vikingo! (Porque para Bob, normando del s. XII y vikingo eran casi sinónimos) Exiliado de su Irlanda natal debido a sus numerosos enemigos, Cormac es un hombre sombrío, sin señor al que servir, sin aliados y con muy pocos amigos, lo que le hace una rareza en la estructurada sociedad feudal. Claro que, también es capaz de despachar con su espada a quien se le ponga por delante, así que no se preocupa mucho por eso. Aunque los héroes howardianos distan en su mayoría de ser dechados de virtud, este es uno de los pocos a los que yo no calificaría como “de los buenos”. Cormac puede ser bastante mal bicho, totalmente indiferente a los demás, algo que queda muy manifiesto en La princesa esclava.

Los tres relatos protagonizados por este personaje son buenos, y forman el principal motivo por el que recomiendo la lectura de este libro.

Los que siembran el trueno es otra historia de gran calidad. Aquí el protagonista es Cahal Ruadh O´Donell, depuesto rey de Irlanda, que se ha exiliado de sus numerosos enemigos hasta ir a parar a Outremer. Allí, cuando intenta repetir una hazaña que, según se menciona, Cormac FitzGeoffrey llevó a cabo medio siglo atrás, el exiliado se topa con la invasión del Reino de Jerusalén por parte de un nuevo pueblo invasor. Es una buena historia, y el final, aunque se trata de unos hechos también típicos en muchas historias de Howard, alcanza una cima en este tipo de escenas, por la emoción que desprenden las últimas páginas.

Tras El Señor de Samarcanda, del que comenté algunas cosas ya (va sobre un escocés que abandona su tierra natal perseguido por sus numerosos enemigos), comienza El León de Tiberias. Esta, debo decirlo, creo que es la peor historia que he leído alguna vez de Robert Howard. Independientemente, cada uno de los capítulos y escenas que la forman es aceptable, pero el modo en que el relato se hilvana es muy deficiente. La historia zigzaguea constantemente, dando lugar a una serie de clichés que no encajan nada bien entre sí.

Las Rojas Espadas de la Negra Catay, último relato completo del libro, comienza con un esquema que a estas alturas de la lectura será más que familiar para el lector. La diferencia es el cambio de escenario. El protagonista de esta historia, Godric de Villehard, dirige una expedición cuyo propósito es hallar el legendario reino del Preste Juan, lo que les introduce profundamente en tierras orientales. Allí acabará tomando partido en una batalla que implica a los mongoles de Genghis Khan.

Las últimas páginas, que llevan por título Miscelánea, contienen algunos fragmentos sin título, la sinopsis que Howard preparó para La princesa esclava (relato que en realidad dejó inacabado, quedando la tarea de la conclusión en manos de Richard L. Tierney, ya en los años setenta), y algunos poemas relacionados con la temática del libro.

Las historias en sí son un tanto repetitivas en su planteamiento inicial. Un europeo, normalmente un inglés o irlandés, llega hasta Tierra Santa, y allí sus aventuras le hacen conocer a algún poderoso señor oriental. A veces como enemigos, a veces como aliados, pero siempre queda patente al final el “indomable e inconquistable carácter de la raza de los francos” o alguna otra historia por el estilo. En el estilo de Howard, los árabes, turcos, kurdos o cualquier otro pueblo oriental que pueda aparecer en estas páginas no queda exactamente mal parado, pero siempre queda claro que los europeos, particularmente los de Europa del Norte, son un pueblo superior. Semejante tontería no me molesta demasiado, pues puedo ponerlo en el contexto de la época en la que fue escrita sin darle  mayor importancia, como recomiendo a cualquiera que lo lea. Después de todo, comparado con Lovecraft, Robert Howard era un adalid de la igualdad racial.

El libro cuenta con numerosas ilustraciones, originales de la revista en la que los relatos fueron publicados por primera vez, además de algunas otras posteriores. Los valores de producción del libro dejan que desear, siendo un tanto pobres tanto en el tipo de papel como en la encuadernación. Al menos no es un libro caro, y creo que merece la pena por lo que vale.

La traducción es otra cuestión. En varias de las historias he encontrado expresiones que me han chirriado un tanto, con el convencimiento de que el traductor podría haber optado por mejores alternativas que la escogida para traducir algún término dado. No me fastidia al punto de decir que no volveré a comprar un libro de Barsoom, pero preferiría que se esmerasen más en este aspecto.

A pesar de esos defectos, el balance global tras concluir la lectura del libro ha sido más que positivo. El León de Tiberias es manifiestamente malo, y Las puertas del Imperio resultan una curiosidad, pero el resto del libro contiene material de gran calidad, cuya lectura he disfrutado. Además, el verano siempre es una buena época para leer a Howard.



2 comentarios:

  1. Además de lo celta y lo nórdico parece que el nombre Cormac le encantaba.

    Por cierto, no sé quien escribía los títulos de los relatos, supongo que Howard, pero siempre me parecen buenísimos.

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    1. Howard repetía mucho los nombres, tiene al menos tres personajes llamados Cormac, por lo menos un Conan más además del Cimerio, varios Steve Costigan, Amalric, y otros.

      En los títulos, lo que se repetía mucho era la palabra Black, al punto que Sprague de Camp llegó a cambiar -sin ningún derecho, creo yo- algún título por encontrar repetitivo el asunto. Pero sí, ciertamente muchos de sus títulos son muy evocadores, al punto de que los títulos tópicos del género son reminiscentes de los de Howard.

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