Muy recientemente (julio de 2013)
se ha llevado a cabo la publicación de Halcones
de Ultramar y otras narraciones de las cruzadas, nueva antología de relatos
de Howard, en esta ocasión con la temática común de las cruzadas. Originalmente
fueron publicadas en la revista pulp
que llevaba por nombre Oriental Stories,
publicada por Farnsworth Wright, también editor de la mítica Weird Tales. Oriental Stories estaba dedicada a la ficción histórica, así que en
las páginas de este libro no se podrán encontrar brujos, demonios, simios
carnívoros u otros tópicos de la Espada y Brujería. Y sin embargo, el estilo de
Howard es inconfundible. Además, aunque de forma más sutil de lo habitual, algo
hay que haga referencia a innominables cultos provenientes de un pasado
prehumano.
El libro forma parte de la
colección Los libros de Barsoom,
publicada por La Hermandad del Enmascarado, asociación cultural con el
declarado objetivo de “promover y rescatar la literatura popular, el pulp, el folletín y la novela popular
española”. El volumen comienza con la introducción de uno de los traductores,
Javier Jiménez Barco, que pone en antecedentes al lector sobre las circunstancias
por las que Howard comenzó a escribir estas historias, así como algunas
explicaciones acerca de los relatos escogidos y el orden en que han sido
dispuestos, que por cierto, es en su mayor parte el orden cronológico interno,
aunque alguno de los relatos aparece fuera de lugar en dicho orden.
La antología en sí está formada
por ocho historias, más un capítulo de contenido misceláneo. Cuando me hice con
el libro, fue temiendo que tal vez buena parte del mismo contuviese material ya
publicado en El Señor de Samarcanda,
antología de temática similar publicada por La biblioteca del laberinto, y del
que ya hablé hace algunos meses. Afortunadamente, sólo uno de los relatos,
precisamente El Señor de Samarcanda, coincide en las páginas de ambos libros.
Eso sin contar Las Rojas Espadas de la
Negra Catay, relato que en la antología de Laberinto aparece en forma de
adaptación al cómic, mientras que en libro que ocupa esta entrada encontramos
la historia original.
La primera de estas narraciones, Las puertas del Imperio, muestra a un
muy atípico protagonista para los estándares a los que nos tiene acostumbrado este
autor. Giles Hobson es un pícaro gordo, fanfarrón, mentiroso y cobarde. Debido
a los líos en los que le mete su afición al alcohol y las bromas, tiene que
salir por piernas de su Inglaterra natal para poner rumbo a Outremer, donde su astucia y algo de
suerte le permite sobrevivir a sus múltiples desventuras mientras se convierte
en espectador privilegiado (y a veces en involuntario instigador) de algunos de
los acontecimientos más importantes de su época. Es una buena historia, aunque
el papel de pícaro no parecía encajar muy bien con la narrativa de Howard, que
en ocasiones parece aguantarse a duras penas las ganas de hacer que su
protagonista acabe con todos sus enemigos a golpe de espada salvaje.
Los tres relatos siguientes, Los Halcones de Ultramar, La Sangre de Bel-Shazzar y La princesa esclava, conforman el
pequeño ciclo de otro de los personajes de Howard. En este caso, Cormac
FitzGeoffrey. Es este un tipo que puede describirse como… eh… bueno, imaginaos
a Conan con armadura de caballero del siglo XII ¿Ya? Pues eso. Pero si hasta
llega a jurar por Crom.
Cormac es gaélico-normando, hijo
de un noble inglés y madre irlandesa. Así que tiene lo que, para Howard, era lo
mejor de los dos mundos. ¡Es medio celta medio vikingo! (Porque para Bob,
normando del s. XII y vikingo eran casi sinónimos) Exiliado de su Irlanda natal
debido a sus numerosos enemigos, Cormac es un hombre sombrío, sin señor al que
servir, sin aliados y con muy pocos amigos, lo que le hace una rareza en la
estructurada sociedad feudal. Claro que, también es capaz de despachar con su
espada a quien se le ponga por delante, así que no se preocupa mucho por eso.
Aunque los héroes howardianos distan en su mayoría de ser dechados de virtud,
este es uno de los pocos a los que yo no calificaría como “de los buenos”.
Cormac puede ser bastante mal bicho, totalmente indiferente a los demás, algo
que queda muy manifiesto en La princesa
esclava.
Los tres relatos protagonizados
por este personaje son buenos, y forman el principal motivo por el que
recomiendo la lectura de este libro.
Los que siembran el trueno es otra historia de gran calidad. Aquí
el protagonista es Cahal Ruadh O´Donell, depuesto rey de Irlanda, que se ha
exiliado de sus numerosos enemigos hasta ir a parar a Outremer. Allí, cuando intenta repetir una hazaña que, según se
menciona, Cormac FitzGeoffrey llevó a cabo medio siglo atrás, el exiliado se
topa con la invasión del Reino de Jerusalén por parte de un nuevo pueblo
invasor. Es una buena historia, y el final, aunque se trata de unos hechos
también típicos en muchas historias de Howard, alcanza una cima en este tipo de
escenas, por la emoción que desprenden las últimas páginas.
Tras El Señor de Samarcanda, del que comenté algunas cosas ya (va sobre
un escocés que abandona su tierra natal perseguido por sus numerosos enemigos),
comienza El León de Tiberias. Esta,
debo decirlo, creo que es la peor historia que he leído alguna vez de Robert
Howard. Independientemente, cada uno de los capítulos y escenas que la forman
es aceptable, pero el modo en que el relato se hilvana es muy deficiente. La
historia zigzaguea constantemente, dando lugar a una serie de clichés que no
encajan nada bien entre sí.
Las Rojas Espadas de la Negra Catay, último relato completo del
libro, comienza con un esquema que a estas alturas de la lectura será más que
familiar para el lector. La diferencia es el cambio de escenario. El
protagonista de esta historia, Godric de Villehard, dirige una expedición cuyo
propósito es hallar el legendario reino del Preste Juan, lo que les introduce
profundamente en tierras orientales. Allí acabará tomando partido en una
batalla que implica a los mongoles de Genghis Khan.
Las últimas páginas, que llevan
por título Miscelánea, contienen
algunos fragmentos sin título, la sinopsis que Howard preparó para La princesa esclava (relato que en
realidad dejó inacabado, quedando la tarea de la conclusión en manos de Richard
L. Tierney, ya en los años setenta), y algunos poemas relacionados con la
temática del libro.
Las historias en sí son un tanto
repetitivas en su planteamiento inicial. Un europeo, normalmente un inglés o
irlandés, llega hasta Tierra Santa, y allí sus aventuras le hacen conocer a
algún poderoso señor oriental. A veces como enemigos, a veces como aliados,
pero siempre queda patente al final el “indomable e inconquistable carácter de
la raza de los francos” o alguna otra historia por el estilo. En el estilo de
Howard, los árabes, turcos, kurdos o cualquier otro pueblo oriental que pueda
aparecer en estas páginas no queda exactamente mal parado, pero siempre queda
claro que los europeos, particularmente los de Europa del Norte, son un pueblo
superior. Semejante tontería no me molesta demasiado, pues puedo ponerlo en el
contexto de la época en la que fue escrita sin darle mayor importancia, como recomiendo a
cualquiera que lo lea. Después de todo, comparado con Lovecraft, Robert Howard
era un adalid de la igualdad racial.
El libro cuenta con numerosas
ilustraciones, originales de la revista en la que los relatos fueron publicados
por primera vez, además de algunas otras posteriores. Los valores de producción
del libro dejan que desear, siendo un tanto pobres tanto en el tipo de papel
como en la encuadernación. Al menos no es un libro caro, y creo que merece la
pena por lo que vale.
La traducción es otra cuestión.
En varias de las historias he encontrado expresiones que me han chirriado un
tanto, con el convencimiento de que el traductor podría haber optado por
mejores alternativas que la escogida para traducir algún término dado. No me
fastidia al punto de decir que no volveré a comprar un libro de Barsoom, pero
preferiría que se esmerasen más en este aspecto.
A pesar de esos defectos, el
balance global tras concluir la lectura del libro ha sido más que positivo. El León de Tiberias es manifiestamente
malo, y Las puertas del Imperio
resultan una curiosidad, pero el resto del libro contiene material de gran
calidad, cuya lectura he disfrutado. Además, el verano siempre es una buena
época para leer a Howard.
Además de lo celta y lo nórdico parece que el nombre Cormac le encantaba.
ResponderEliminarPor cierto, no sé quien escribía los títulos de los relatos, supongo que Howard, pero siempre me parecen buenísimos.
Howard repetía mucho los nombres, tiene al menos tres personajes llamados Cormac, por lo menos un Conan más además del Cimerio, varios Steve Costigan, Amalric, y otros.
EliminarEn los títulos, lo que se repetía mucho era la palabra Black, al punto que Sprague de Camp llegó a cambiar -sin ningún derecho, creo yo- algún título por encontrar repetitivo el asunto. Pero sí, ciertamente muchos de sus títulos son muy evocadores, al punto de que los títulos tópicos del género son reminiscentes de los de Howard.