lunes, 30 de diciembre de 2019

Val-du-Loup (Sesión 2)

Hace unos días pudimos jugar de nuevo -complicado cuadrar fechas y horas, estos días- y terminamos el escenario The Lord of the Golden Eagle, aparecido en Stupor Mundi. Con lo que los personajes se encuentran ya en el Valle del Lobo propiamente dicho, y se disponen a comenzar a actuar por su propia iniciativa. Pero veamos lo que les fue ocurriendo hasta llegar allí.



***

Tras abandonar el extraño claro del bosque, cuyo encantamiento resulta de lo más evidente para todos los componentes del grupo, los viajeros se internan de nuevo en la espesura con la esperanza de alcanzar de nuevo el camino. Siendo conscientes de la naturaleza del fenómeno que parecía provocar amaneceres y anocheceres casi instantáneos, también tienen algo más fácil conseguir cierta orientación. Sin embargo, sigue siendo una foresta muy espesa, y ni siquiera con la guía de Friedrich, buen conocedor de la naturaleza, llegan a alcanzar el camino hasta transcurrida casi toda la jornada. De nuevo en el camino, una frágil línea que atraviesa la inmensidad boscosa de las Ardenas, prosiguen su marcha, atentos a la aparición de más soldados. Todo ello mientras Werner reniega por la pérdida de su mula y enseres.

Al anochecer alcanzan una pequeña población. Frente a ellos se encuentra la confluencia de dos ríos, el Froideau y el Loup, explica Fulbert. Junto al punto en el que ambas corrientes se unen se alza una enorme peña, sobre la cual se yergue una fortaleza. El castillo de Clève, hogar de uno de los pocos condes que quedan en el imperio que son realmente independientes, vasallos de nadie. A los pies del peñón se esparcen las casas de una pequeña población.

Fulbert, que lleva años fuera de esta región, explica que preferiría pasar desapercibido. No sabe de las intenciones que el conde Elbert de Clève podría abrigar respecto a él, y prefiere no arriesgarse. En lugar de presentarse ante el señor de este condado, sugiere buscar alojamiento en la posada que se encuentra a la vera del camino, a las afueras de la pequeña villa. El resto se muestra de acuerdo.

Tras los dos últimos días, llenos de marchas penosas, dormir al raso y un furioso combate, la perspectiva de comida y cama se antoja algo delicioso. Fulbert se muestra generoso con su bolsa y paga una buena cena para todos, además de habitaciones individuales, un verdadero lujo. El posadero, que les había dirigido miradas recelosas al principio -debido a su aspecto y a la forma en la que se aproximaron, enviando a Francesc a reconocer el terreno, para asegurarse de que no fuesen a encontrar más hombres de armas aguardando su llegada- se encuentra ahora encantado con este grupo de huéspedes.

Durante la cena Fulbert, mojando un dedo en cerveza para esbozar un mapa sobre la mesa, les explica algo de la situación de la región en la que se encuentran. Clève da paso, al norte, al Val-du-Loup, que se forma en torno al río Loup. Allí gobierna la condesa Sibila de Rocmort, vasallos de la misma son los condes Arnault de Sainsprit y Aran de Vaguerre. Sibila es una mujer todavía relativamente joven, casada muy joven con el que fuese conde de Rocmort, del que enviudó pocos años después. Presionada por su padre y otros nobles contrajo un nuevo matrimonio, esta vez con el conde de Sainsprit. Cuando éste también murió Sibila reclamó el señorío de ambos condados, disputándoselos a Arnault, hermano del anterior conde. Eso provocó una guerra entre Rocmort y Sainsprit, que solo llegó a su fin tras la intervención directa del emperador, quien decretó que Sibila sería condesa de Rocmort y Arnault lo sería de Sainsprit, pero con juramento de vasallaje para con la primera. Ambos accedieron a regañadientes, poco deseosos de ver el valle invadido por tropas enviadas por el emperador. Aran de Vaguerre, hasta entonces barón, recibió el título de conde, pero también habría de rendir homenaje a Sibila.

Además de esos tres condados y de Clève, independiente de todos, el Val-du-Loup tiene otro vecino, el conde Phillippe de Hauterre. El suyo es un condado grande, pero sus tierras no son tal fértiles y ricas como las del cercano Sainsprit, que se extienden a lo largo del río Froideau. Hauterre siempre ha codiciado esas tierras, lo que ha vuelto la frontera entre ambos condados un lugar fuertemente armado. Allí es donde se encuentra Dayron, la baronía de la que Fulbert es heredero, como señorío vasallo de Sainsprit. Sin duda Elbert de Hauterre tiene otros designios para ese señorío, por lo que ha enviado a sus hombres en busca de Fulbert. Epeedor, la fortaleza de los templarios a la que se dirige Don Rodrigo de Onís, no se encuentra demasiado lejos de Dayron.

Tras todas estas explicaciones, y satisfechos con la comida y la bebida -en esta ocasión Werner aconseja ser moderados con la cerveza- los aventureros se retiran a sus respectivos aposentos.

Es noche cerrada ya. Todos duermen plácidamente en sus camas cuando el soldado mercenario Werner abre repentinamente los ojos. Le cubre un sudor frío y siente náuseas, con la bilis agolpándose en la garganta. Reconoce la desagradable sensación, que indica la presencia de brujería en las cercanías. Conteniendo las arcadas se levanta para despertar a Friedrich mientras apresta sus armas. El cazador, único miembro del grupo que sabe de la extraña sensibilidad de Werner para la magia negra, toma su lanza nervioso.

Se disponen a alertar al resto del grupo cuando un grito resuena en la posada. Proviene del exterior, y despierta alarmados al resto de huéspedes. Los pocos que había aparte de los viajeros se encierran en sus habitaciones pero Rodrigo y Francesc no dudan en salir armas en mano. Werner les explica que algo le había alarmado antes sin dar más explicaciones y todos se reúnen en la habitación ocupada por un temeroso Fulbert.

Allí deliberan durante unos minutos sobre lo que deberían hacer. Rodrigo y Francesc quieren aguardar allí a la espera de que quienquiera que sea se les presente. Werner, por su parte, afirma no ser una oveja que espere pacientemente el cuchillo del matarife y aconseja salir al paso de la amenaza, con el apoyo de Friedrich. Finalmente convencen al caballero templario para que les acompañe, dejando a Francesc a cargo de la seguridad de su patrón.

Alumbrando su camino con un cabo de vela de sebo bajan por las escaleras que conducen a la sala común. Allí descubren a un aterrorizado posadero hecho un ovillo en un rincón mientras musita una y otra vez "el Diablo... el Diablo..." con la mirada desenfocada por el miedo. Don Rodrigo sujeta con fuerza su espada y abre la puerta de la posada.

A los pies de la entrada hay un cuerpo tendido. Lo reconocen como el guarda de la posada, que ahora está muerto. No muestra ninguna herida visible, pero su rostro es una máscara desencajada por el horror. Su hachuela todavía se encuentra en el cinturón.

Entonces oyen pasos que se aproximan. A la luz del hachón plantado junto al lugar en el que el difunto guarda vigilaba aparece un grupo de figuras encapuchadas armadas con dagas. Pero la visión que más atemoriza a los aventureros es la de la monstruosidad que les acompaña. Una suerte de cabra que se alza sobre sus dos patas traseras, las delanteras transformadas en brazos casi humanos que sostienen un garrote. Don Rodrigo, enervado ante la visión tan evidente de lo que no puede ser sino un demonio, grita su desafío y se dispone a combatir junto a sus compañeros cuando el grupo de intrusos se lanza contra ellos.

Los aventureros son combatientes expertos y mejor armados que sus atacantes, pero se ven sobrepasados por el número, y no han tenido tiempo de vestir apenas algo de armadura. Uno de los asaltantes deja clavada su daga en la pierna derecha de Werner mientras otro hunde la suya en un costado del mercenario germano, causando una copiosa hemorragia. Werner acierta con su hacha hasta casi partir la cabeza de uno de sus contrincantes, pero se tambalea herido, sus movimientos dificultados por la daga alojada en el muslo y debilitado por la pérdida de sangre, que sabe ha de atajar o le costará la vida.

A Don Rodrigo no le va mucho mejor. Aunque hunde su espada en el cuerpo de un atacante, otro se adelanta y asesta una terrible puñalada en la cara desprotegida del templario, que no ha podido cubrirse con la cofia de mallas. Desde una ventana de la habitación de Fulbert, Francesc trata de ayudar al templario arrojando una daga contra los atacantes, pero sin demasiada suerte debido a la escasa iluminación. El ladrón decide bajar y unirse a sus compañeros empuñando su otra daga, mientras grita a Fulbert que se quede en la habitación.

Mientras, el diablo cabrón entra en la posada, donde le planta cara Friedrich. Intercambian algunos golpes sin que ninguno de los dos pueda obtener ninguna ventaja hasta el momento en que el cazador encuentra una oportunidad de superar la guardia de la bestia. Con firmeza, hunde la punta de la lanza a través de un ojo del monstruo, que cae al suelo muerto de forma instantánea mientras Francesc termina de bajar las escaleras. Ambos se dirigen al exterior para ayudar a sus desesperados compañeros.

Fuera, ven como Werner cae al suelo, vencido al fin por sus numerosas heridas. Uno de sus atacantes se demora un instante para recuperar su daga mientras otro ataca a Friedrich. Francesc, por su parte, se une al combate contra uno de los desconocidos, a la vez que Rodrigo también es derribado con una nueva herida en la cabeza.

La lucha que sigue a continuación es encarnizada, pero varios enemigos habían caído ya a manos de Werner y Rodrigo, así que la situación no es tan dura para sus compañeros, que terminan por imponerse en la refriega. Al final, el patio de la posada queda convertido en un matadero, lleno de cuerpos tendidos y sangre derramada con solo los dos jadeantes Friedrich y Francesc en pie.

Comprueban alarmados el estado de sus compañeros. Werner se está desangrando, y la herida de la cabeza de Rodrigo es bastante fea. Sabedores de los poderes milagrosos del templario, optan por tratar de despertarle. Tienen suerte en ello, y aunque seriamente herido, Don Rodrigo encuentra fuerzas para orar rogando por la sanación de las heridas de Werner. Sus oraciones son atendidas y la hemorragia del costado se detiene, la herida convertida ahora en una cicatriz. A continuación, y ante la asombrada mirada de sus compañeros, el templario hace lo mismo por sus propias heridas en el rostro y en la maltratada pierna de Werner.

De regreso al interior de la posada, encuentran que el demonio cabrón ha desaparecido, y en su lugar se encuentra una cabra común, que el posadero reconoce como propia, de su corral. Los aventureros, tras comprobar que Fulbert sigue sano y salvo, aventuran la suposición de que un brujo podría haber transformado al animal en la monstruosidad aberrante a la que dio muerte Friedrich. Para evitarse complicaciones antes de que el posadero avise a los soldados del conde Elbert, deciden recoger sus cosas y poner tierra de por medio antes del amanecer.

Las siguientes jornadas de viaje son más tranquilas. Siguen su camino guiándose por el curso del río Loup, que les lleva junto a los restos de una antigua torre de extraño aspecto, construida en piedra negra y sin puertas, aunque parece abandonada desde hace largo tiempo.

Poco después divisan una abadía, Eonach, según explica Fulbert, el más importante lugar religioso de la zona. A instancias de Rodrigo piden alojamiento en el lugar, siendo recibidos por el abad Venerius gracias a la presencia del caballero templario. El abad, un hombre anciano, parece ser de gran erudición, y según descubren, la abadía dispone de una biblioteca. Cuando le preguntan por la torre que dejaron atrás la jornada anterior, les cuenta que se trata de Dentpourrie, que así es como la llaman los lugareños. Es muy antigua, puede que anterior a la llegada de los romanos a estas tierras mil años atrás, y nadie sabe quiénes fueron sus constructores. Tiene fama de estar maldita, y el propio abad ha prohibido que nadie se acerque al lugar, por la seguridad de sus almas.

Al día siguiente abandonan el curso del Loup para adentrarse en dirección al Froideau. El viaje se supone más seguro aquí, dentro ya de las tierras de Sainsprit, pero no dejan de mostrar ciertas precauciones en su viaje. Finalmente divisan el pueblo que Fulbert, con alegría, identifica como Dayron.

Recuperando buena parte de aplomo perdido durante los incidentes del viaje, el heredero de la baronía se adelanta liderando la marcha por la población. Se acerca a la plaza del pueblo, golpeando la aldaba de la puerta que abre la casa del condestable local. Ante la sorprendida mirada del consejo del pueblo, y de los numerosos vecinos curiosos que se aproximan, Fulbert se presenta a sí mismo mostrando su anillo de sello que alza bien alto para que todos lo vean. Los prohombres de la población afirman que han de cumplir ciertas formalidades que les llevará un pequeño rato, pero que todo parece estar en orden. Pronto Fulbert debería tomar posesión de título y tierras de forma legal.

Pero antes de que eso ocurra llegan otros extranjeros a Dayron. Dos jinetes, uno de ellos claramente un caballero, el otro vestido más bien como uno de los eruditos que podría encontrarse en alguna de las universidades que salpican la Cristiandad. Se presentan como Ser Guy de Dayron -lo que hace fruncir el ceño a Fulbert y al grupo de aventureros- y Gilbert. Ser Guy afirma ser el heredero legal del señorío, disputando ese derecho a Fulbert. Para respaldar su demanda, trae consigo documentos que muestran su genealogía. 

La situación deja a las gentes del pueblo seriamente confundidas y preocupadas, sin deseos de contrariar o enemistarse con quienquiera que acabe siendo su nuevo señor feudal. Don Rodrigo examina los documentos pero lo encuentra todo tan enrevesado que le resulta difícil desentrañar si efectivamente las relaciones de parentesco de Ser Guy le hacen más merecedor del título que las de Fulbert. De todos modos el caballero templario discute públicamente a favor de Fulbert, mientras Francesc comienza a soltar rumores maliciosos sobre el aspirante a barón.

Pero no están debatiendo con Guy, sino con Gilbert, que resulta ser un orador excepcional, que rebate los argumentos de uno y las maledicencias de otro. Las personalidades del pueblo cada vez parecen más proclives a ponerse a favor del caballero, cuando, casi a la desesperada, Don Rodrigo apela al derecho del juicio divino. Una ordalía, propone, y que Dios decida. Ser Guy está de acuerdo, al igual que los aliviados habitantes de Dayron. Guy defenderá su propio derecho, pero Fulbert delega en Rodrigo, quien se ofrece voluntario, para que actúe como su campeón.

Así que se prepara una gran hoguera y tras dejarla arder un buen rato, se rastrillan sus brasas ardientes hasta formar un camino. Ambos pretendientes han de cruzar caminando sobre las brasas al rojo, si Dios está de su parte lo harán sin proferir ningún grito de dolor. Echan a suertes quien caminará primero, y toca a Ser Guy.

Con expresión confiada, el caballero francés comienza a caminar lentamente sobre los carbones al rojo, sin que estos dejen señal en sus pies descalzos ni su rostro muestre algo que no sea tranquilidad. Fulbert contempla esto anonadado, al igual que la gente de Dayron, pero Rodrigo y Francesc tienen sus sospechas. Werner, por su parte, vuelve a sufrir las familiares náuseas que le provoca la presencia de brujería. Alerta al resto de lo que está sintiendo. Todos miran recelosos a Gilbert, sospechando de él como el posible hechicero. Francesc incluso aventura que podría tratarse del mismo brujo que transformó a la cabra en la posada.

Rodrigo, aferrando su espada como si de una cruz se tratase, ora rogando por la desaparición del encantamiento que protege a Ser Guy del calor. Su fe es lo bastante fuerte para imponerse al, efectivamente, conjuro que protege al caballero. La expresión de éste cambia repentinamente, al igual que la velocidad de su paso. Pronto, Ser Guy atraviesa velozmente las brasas mientras grita de dolor, rodeado de las risas de los presentes.

A continuación llega el turno de Rodrigo. El templario comienza a caminar por las brasas a un ritmo apresurado, concentrado en dominarse frente al dolor. De nuevo su fe, o quizá su habilidad para caminar rápidamente, le hacen imponerse y cruza sin que ningún lamento surja de sus labios.

Todos vitorean a Fulbert, que pasa a convertirse en el nuevo Barón de Dayron. Ser Guy, con los pies vendados, monta penosamente a lomos de su caballo para abandonar el pueblo en compañía de Gilbert. Cuando Francesc, unos minutos atrás, se enfrentó a quien probablemente fuese un brujo para acusarle de ser quien les atacó en la posada, la expresión de Gilbert fue de tal sorpresa que incluso el propio ladrón terminó dudando de su acierto.

Con acceso ahora a las arcas de la baronía, Fulbert paga la recompensa prometida a los aventureros -aunque Don Rodrigo no puede aceptar el dinero, el nuevo barón promete donarlo al temple- e incluso compensa a Werner con una nueva mula que sustituya a la perdida en el camino. Les promete hospitalidad siempre que pasen por Dayron e incluso un puesto en su guardia, si así lo desean. Pero por el momento los aventureros no deciden nada. Quizá más adelante, le explican. En cualquier caso, Rodrigo ha de presentarse en la fortaleza templaria de Epeedor, y el resto decide acompañarle -Friedrich explica que tiene algo que consultar a los templarios allí- antes de decidir hacia dónde encaminar sus pasos.

***



Pues con esto los PJ ya están metidos en la región. Bordearon de nuevo el desastre en la lucha en la posada, que yo había previsto mucho más sencilla para ellos. El no contar con armadura junto a la superioridad numérica de sus enemigos casi acaba con dos personajes. La bestia, en cambio, cayó casi en uno o dos asaltos. Un par de ataques y paradas, un crítico del jugador y bicho muerto.

Para la toma de contacto con el entorno, con el Val-du-Loup propiamente dicho, preferí dosificar la información para no inundar a los jugadores con datos que luego no se suelen recordar. Creo que es mejor inocular los datos poco a poco cada sesión, así que expuse los puntos más básicos y ya se irán enterando de cosas nuevas en función de sus propios intereses y decisiones.

Lo de la ordalía me sorprendió. Era uno de los posibles cursos a seguir para resolver la disputa, pero no sé por qué yo había supuesto que optarían por un juicio por combate, opción también contemplada. El jugador de Don Rodrigo, sin embargo, se mostró entusiasmado por la ocasión de poder demostrar que su personaje cuenta con el favor divino, así que no se lo pensó dos veces.

A partir de ahora es cuando las cosas empiezan a ponerse interesantes, cuando la campaña comienza a tomar impulso gracias a los jugadores hasta el momento en que las tramas salen por su propia inercia. Tengo unos cuantos escenarios preparados más, desde luego, y los iré poniendo en la mesa cuando las circunstancias los haga apropiados, pero tengo ganas de llegar a ese momento en el que las sesiones de juego comienzan sin que yo tenga apenas alguna idea de lo que va a ocurrir durante la misma.

2 comentarios:

  1. Que grande lo de la ordalía,tuvo que ser un gran momento superar la prueba para el "enviado de Dios"¿como se suelen desenvolver tus jugadores ante las adversidad buscan reglas que les favorezcan o ya han aceptado que este mundo va a ser duro?

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    1. Afortunadamente no hay ningún jugador de los que se quejan echándole la culpa al sistema o al director de juego cuando las cosas les vienen de cara. Son más de buscar las soluciones dentro de la historia, no recorriendo las páginas del manual. Por mi parte, hago todo lo posible para dejar claro que no voy contra ellos. Las tiradas las hago fuera de la pantalla, por ejemplo. Y realmente me alegro de sus éxitos, que son merecidos.

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