Después de una semana en la que no fue posible reunir a todos los jugadores, hemos retomado la campaña. Lo cierto es que estos días no tengo motivos para lamentar ninguna sequía de partidas; Con ocasión de las vacaciones nos hemos reunido algunos viejos compañeros de mesa, y ya llevamos unas cuantas sesiones jugadas a otros juegos. Pero ya hablaré de ello.
Habiendo pasado las últimas tres sesiones en el interior de un dungeon, ahora tocaba algo más relajado. Al menos, en lo que a combates se refiere. Cuando estábamos terminando, uno de los jugadores comenzó a recapitular los "nuevos frentes" que se han abierto para el grupo, y otro convino en que las cosas parecían más sencillas cuando simplemente debían preocuparse de que no les mataran mientras registraban un complejo subterráneo, luchando con monstruos y buscando tesoro.
La sesión, lamentablemente, no fue demasiado larga. Por aquí estamos en fiestas patronales, y en estos días todo se llena de las barracas de distintas comisiones de fiestas, incluyendo una justo debajo de la ventana del salón en el que jugamos. Y la música reguetón a todo volumen -un nivel de decibelios delirante- no es lo más apropiado para crear un adecuado ambiente en el que jugar. Sobre todo si hay dificultades para que los jugadores se oigan entre sí, de modo que preferí terminar antes de lo esperado. En fin, para la próxima ya se habrán acabado estas cosas.
(Prefiero guardar para mí la opinión que me sugieren estas cosas. No sería más que una larga diatriba, con múltiples y floridos descalificativos, además de alusiones al empleo selectivo de la violencia contra según quién. Mejor me lo calló, que ya queda poco para que acaben los "festejos")
***
Tras haber acabado con el guardián de la bóveda en la que aguardaba la lanza, lo primero que hacen los personajes es recurrir a la ya muy escasa reserva de energía mágica que le resta a David. El hechicero se sume en un trance de curación, y en el espacio de un par de horas, las heridas que sufren los tres aventureros han sido sanadas por completo. David ben Sharon se encuentra al borde del agotamiento, sin embargo. Casi todo el poder que tenía almacenado en una mezuzáh ha sido empleado, y sus propias fuerzas innatas están aún peor. Sir Antoine contempla su loriga de mallas, desgarrada en varios puntos por los golpes de la espada de la criatura, y Gwenger tiene una nueva cicatriz a sumar a las anteriores, una línea blanca que recorre su pecho de parte a parte. Están cansados, hambrientos, y al límite de sus fuerzas.
Por otra parte, sus ánimos reciben un fuerte empujón positivo cuando recuerdan el enorme tesoro que han dejado en la cámara anterior. Regresan hasta la misma, y no tardan en vaciar los dos sacos que llevan consigo, para proceder a llenarlos con el oro y la plata. Incluso cuando se ven obligados a abandonar una gran cantidad de monedas debido a que ya no tienen nada más con qué transportarlas, el oro que ya rebosa de los sacos (en total, 20 puntos de CAR, 14 de los cuales son antiguas monedas del más preciado metal) representa una fabulosa sorpresa, que estiman en cerca de 70.000 peniques de plata. Y por supuesto, llevan consigo la lanza encantada.
Aunque tienen algún pequeño sobresalto cuando cruzan de regreso el improvisado puente que tendieron para superar la grieta -Sir Antoine casi cae, pero aún peor, casi pierde uno de los sacos-, el grupo desanda sin más dificultades el camino hasta la salida del templo, y vuelven a la superficie. En total, han pasado dentro de aquel lugar parte de un día y toda una noche. El sol está despuntando a la vez que los aventureros emergen.
Allí les espera todavía el nervioso barquero Alban. Aliviado al ver que los PJ han regresado, les ayuda a embarcar y salir de allí lo más rápidamente posible. Les pregunta por su estado, y las correrías que han pasado en las entrañas de la tierra, pero no hace nada más que echar alguna mirada de reojo a los sacos, cuando estos son depositados en su barca, con un característico sonido de repiqueteo metálico. Alban es perro viejo en esto del contrabando, y prefiere no hacer preguntas. Pero tonto no es.
Los dos días que lleva realizar el trayecto de regreso suponen tiempo suficiente para que los PJ discutan sobre lo que harán a su vuelta a Whitlingthorpe. Discuten sobre si realmente deberían hacer entrega de la lanza, pues Gwenger opina que deberían quedársela para sí. David no se fía de las represalias que pueda tomar "Adalberto" si hacen caso de la opinión del galés, y Sir Antoine parece tener más que suficiente con su parte del tesoro, sin codiciar especialmente el arma mágica. Finalmente, deciden honrar la palabra dada.
Pero ese tiempo les sirve para percatarse de algo más. Cada poco tiempo, alguno de los PJ no puede evitar lanzar miradas de soslayo a los sacos con el tesoro. En ocasiones uno de ellos se sorprende al meter la mano a escondidas en el interior de una de las bolsas, sólo para sentir el tacto del oro y la plata entre sus dedos. Es algo que parece afectar a los tres personajes.
David dedica también algo de tiempo a la lectura del texto escrito en hebreo que pudo extraer de la biblioteca del templo. Lo que lee arroja algunas pistas nuevas e inquietantes. Al parecer, los antiguos monjes del monasterio hicieron uso de un antiguo ritual para invocar a un guardián sagrado para que protegiese la lanza. El guardián es descrito en términos muy elogioso, como una muestra de poder benigno. Desde luego, nada que ver con la cosa corrupta y horrible contra la que combatieron los PJ. David, consciente de los impulsos que están aquejando al grupo -a pesar de sufrirlos también él, y quizá con más fuerza que el resto- comienza a sospechar que el tesoro estaba sujeto a una maldición, y que ahora los tres están sujetos a la misma.
Poco antes de llegar a Whitlingthorpe, siguiendo el curso del río Nene, los personajes, siguiendo el consejo del veterano contrabandista, desembarcan antes de llegar a la aldea, por si quieren hacer una entrada más discreta. Tras la marcha del barquero, el grupo decide dirigirse hasta la herrería de Gwenger, y ocultar allí los sacos con el oro antes de ir al molino.
Entierran el oro en la herrería, y después marchan para hablar con Whit y su extraño amigo buhonero. Les encuentran a ambos en el molino, y pronto están todos sentados en torno a una mesa mientras el molinero les sirve vino. La conversación que prosigue tiene algunos momentos más bien tensos.
Aunque no dejan de tener dudas hasta el último instante, finalmente los PJ hacen entrega de la lanza mágica a Whit. El molinero toma el arma, y acariciando con deleite el asta y la hoja de plata, asiente mirando en dirección a Adalberto, como confirmando algo. El buhonero mira a su vez a los personajes, informándoles que, una vez le devuelvan la piedra de guía que les prestó para llegar hasta el templo, ambas partes habrán cumplido con lo pactado. El tesoro que hayan podido encontrar, concluye con una sonrisa, debería ser pago suficiente por sus esfuerzos. ¿Que para qué quieren la lanza Whit y él? Dar explicaciones no formaba parte del trato, responde.
Antes de que se marchen, sin embargo, Whit añade algo más: Los personajes le han hecho un enorme favor -no saben cuán grande, insiste-, y si en algún momento del futuro tiene la posibilidad de ayudarles en algo, no duden en contar con él para lo que necesiten. Si Adalberto está molesto por esta muestra de agradecimiento sincero, se lo guarda para sí y no dice nada.
De nuevo en la herrería, los PJ comienzan a discutir opciones. Quizá gastar el tesoro tan duramente ganado no resulte fácil, pues podrían ser incapaces de desprenderse del oro. David sugiere hacer un esfuerzo y hacer uso de la red de cartas de crédito de la Orden del Temple. Entregarles el oro a los templarios, recibiendo a su vez una nota de cambio. Espera así que la maldición se aleje de los PJ. No le importa las consecuencias que esto pueda tener para otros.
No hay nada decidido aún cuando Sir Antoine decide regresar a la posada de Stephen, en la que se aloja, para cambiarse los harapos que viste -su ropa ardió durante el encuentro con los escarabajos carnívoros en el templo- y descansar algo. Una vez allí, es recibido efusivamente por el posadero. Pero mientras intercambia unas palabras con Stephen, Sir Antoine se da cuenta de que alguien más está hospedado allí. Un hombre de armas come tranquilamente el contenido de su escudilla, la espada depositada sobre la mesa. Le resulta familiar a Antoine, que no logra ubicar su rostro hasta que Stephen explica que se trata de John el Blanco, un antiguo camarada de armas suyo, de los tiempos en los que estuvo luchando en Tierra Santa. De vez en cuando para en esta posada, y habla con su viejo amigo. John es miembro laico de los templarios, y en esta ocasión ha venido acompañado, además de por su camarada Jack, por el Hermano Honorius, caballero templario. Los tres llegaron poco después de que los PJ partiesen en su viaje, y llevan ya unos días en Whitlingthorpe.
Sir Antoine recuerda ahora, mientras sin pensar se lleva una mano al brazo izquierdo, donde tiene una cicatriz que tal vez le provocara John. Fue cosa de un año atrás, mientras luchaba con él y su compañero -o eso supone, pues era noche y nunca pudo confirmarlo- en el cementerio de la Iglesia de San Miguel, cuando los PJ sorprendieron a los hombres de arma profanando la tumba -que resultó estar vacía- del maestro constructor Martin Goodfellow.
Después de cambiarse de ropas, Sir Antoine decide posponer la comida que le ofrece Stephen, y regresar a la herrería, donde esperan Gwenger y David. Comienza a explicarles la situación, pero Whitlingthorpe es una población muy pequeña, y las noticias vuelan allí. Mientras todavía discuten lo que pueden estar haciendo los templarios en el pueblo, reciben una visita. Se trata de Jack, el camarada de armas de John el Blanco, y le acompaña un hombre grande y corpulento, de edad madura, tal vez cincuenta años, con una poblada barba gris en un rostro ajado por el sol. Viste con los sencillos hábitos blancos adornados con una cruz roja propios de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, y una espada pende de su cinto. Todo en él emana una sensación de tranquilidad, pero también de fuerza contenida. Alguien con un gran autocontrol.
Jack les explica que el Hermano Honorius querría tener unas palabras con ellos. El caballero, hablando con voz calmada y amable, casi paternal, les pregunta acerca de los acontecimientos que rodearon la presencia y muerte de Martin Goodfellow en esta misma aldea, un año atrás. En el pueblo no parecen saber todos los detalles al respecto, explica, pero todos saben que los PJ son los que más tiempo pasaron con el constructor recién llegado desde el Reino de Jerusalén.
Desconcertados, los PJ explican lo que recuerdan de aquello. Las extrañas tareas que Martin les encargó, y el más extraño aún comportamiento de aquel hombre. También deciden explicarle todo lo que saben sobre su muerte. El hecho de que no fuese enterrado en terreno consagrado, pues su cuerpo fue escamoteado antes de la ceremonia. Y finalmente, cuando encontraron el cadáver, uno de los que el necromante Ronald de Morte se estaba valiendo para fortalecer su propio poder mágico. El cuerpo quedó sepultado bajo las ruinas de San Miguel, después de que la iglesia se derrumbase.
Gwenger recuerda entonces que todavía conserva la caja de herramientas de Goodfellow, y hace mención de ello. El Hermano Honorius le pide permiso para inspeccionarla. Cuando el herrero la pone a su disposición, a una señal del templario, Jack comienza a hacer pedazos la caja, rompiendo incluso las valiosas herramientas. Claramente, está buscando algo, pero no encuentra nada.
Honorius menciona también que Sir Anselmo, el caballero navarro puesto al cargo del feudo en nombre de su señor el Conde de Cherburgo, ha dado orden de desescombrar las ruinas de San Miguel, por lo visto para reutilizar la piedra en otra edificación. Enterarse de esto provoca cierta inquietud entre los PJ. Al fin, el veterano caballero, agradeciendo la ayuda prestada, se retira en compañía de su hombre de armas.
Los personajes deciden no perder más tiempo, y partir al día siguiente a Peterborough, la ciudad más cercana que tiene una encomienda templaria. Además, en el monasterio que gobierna esa población se encuentra el Hermano Simon el Simple, quién ya ayudó a los PJ en ocasiones anteriores. Tal vez pueda aconsejarles alguna forma de librarse de la maldición. Con el curso de acción ya decidido, Sir Antoine regresa a la posada para pasar la noche. David se queda a pasar la noche en la herrería, poco dispuesto a separarse del tesoro.
Esa misma noche el caballero normando, mientras intenta conciliar el sueño en su habitación privada, se ve preso de ideas desagradables, sospechas de que sus compañeros podrían estar, ahora mismo, huyendo con el tesoro. Aunque trata de apartar esos pensamientos de su cabeza, al fin no puede resistirse. En plena noche se levanta, se viste y abandona la posada con su montura en dirección a la herrería. Allí, por supuesto, están Gwenger y David. Sir Antoine les explica que también él pernoctará en casa del galés.
A la mañana siguiente, mientras se preparan para partir, ven que en el cercano molino de Whit parece que están haciendo lo propio. Ven al molinero vestido con ropas de viaje, con un caballo de carga soportando el peso de unas voluminosas alforjas, y con lo que los PJ suponen es la lanza que le trajeron, bien envuelta en un paño, pero en la mano de Whit. Adalberto aguarda mientras bebe tranquilamente el contenido de una jarra, su saco de buhonero a sus pies.
David se les aproxima, deseoso de hacer frente al buhonero -del que sospecha que es alguna poderosa criatura feérica-, y le pregunta si sabe que el tesoro podría ser el foco de alguna maldición. Adalberto se encoje de hombros. Es posible, dice, pero no podría asegurarlo. Lo que había oído es que los monjes del monasterio fueron presas de la codicia hasta el punto de apartarse de la Gracia de Dios. David, que no las tiene todas consigo respecto a quién o a qué podría estar enfrentándose, refrena sus impulsos de atacar al buhonero. Mientras, Whit le explica a Gwenger que tanto él como Adalberto también van a partir para un viaje, uno que conllevará sus propios riesgos. Si todo va bien, estará en posición de devolverles el favor que le han prestado. Pero no, no puede revelarles el destino de su viaje. Deseándoles suerte, se despide del grupo.
Los PJ, que tienen sus propias preocupaciones, se ponen en marcha a su vez, en dirección a Peterborough.
***
Tengo una dinámica que suelo repetir una y otra vez, cuando se trata de organizar una campaña propia -las escritas por otros suelo dirigirlas sin grandes cambios-. Las primeras sesiones siempre suelen ser muy lineales en su desarrollo. Esto es así para que cumplan también la función de enseñar a los jugadores el entorno y los PNJ. Que decidan ellos quién les cae bien y a quién detestan, qué tramas les interesan, y cuáles son más o menos ignoradas.
Después, cuando los jugadores ya tienen un buen conocimiento del mundo que rodea a sus personajes, es el momento de ir soltando cuerda, permitiendo que tomen sus propias iniciativas, y planeen su curso de acción. Al cabo de un tiempo, las historias van saliendo solas, a base de un intercambio de acciones y reacciones entre jugadores y director de juego.
Sé que según lo que predican muchos manuales y sistemas modernos, mi método resulta insufriblemente lento, y la plena libertad de acción debería ser algo que los jugadores deberían tener desde el primer momento. Puede que así sea, pero en la práctica, es un método en que tanto yo como los jugadores nos atascamos cuando tratamos de usarlo. No me refiero a campañas sandbox de exploración de mapa, sino a aquellas en las que la interacción social con los PNJ se vuelve muy importante. No soy capaz de hacer algo así si los jugadores no tienen suficiente información, y dar demasiada información de golpe al principio puede resultar indigesto. Además, y aún más importante, es mucho más difícil que se impliquen desde el principio. Prefiero dosificar los datos, y que se vayan implicando gradualmente. La verdad es que creo que no sé hacerlo de otra forma -que no dudo que sea posible-.
El caso es que estamos llegando ya a ese punto. En In search of the Trollslayer, el tesoro es apenas un adorno; Tal y cómo aparece en el escenario, queda claro desde un principio que está maldito, y no se espera que los PJ lo toquen, bajo pena de sufrir unas terribles consecuencias de manera inmediata. Me pareció muy frustrante para los jugadores. Además, en RuneQuest la posesión de una gran fortuna no conlleva un incremento de poder personal del modo en que lo hace en otros juegos -en Pathfinder, por ejemplo, el tesoro se emplea en mejorar el poder mágico de los PJ, por lo que una cantidad de oro superior a la que se espera de alguien de un nivel determinado puede desequilibrar el nivel de poder de una campaña-, sino que puede servir simplemente para llevar la historia por otros derroteros. El jugador de Sir Antoine estaba acariciando la posibilidad de intentar comprar el feudo a su actual dueño, y convertirse él mismo en el señor feudal de Whitlingthorpe. Algo que no se me había ocurrido, pero que de lograrlo abriría toda una serie de nuevas e interesantes posibilidades.
Los PJ cuentan con una posibilidad real de quedarse realmente con esa fortuna. Eso sí, nadie ha dicho que tenga que ser fácil, y no lo será. Ha sido un detalle por parte de los jugadores el que ninguno pusiese en duda, incluso cuando la maldición que acompañaba al oro se iba haciendo más evidente, el que podrían, si se lo trabajaban bien, quedarse con la fortuna. Imagino que después de tanto tiempo jugando juntos -más de veinte años- ya nos conocemos bastante.
Así que a partir de ahora sólo tendré que mantenerme uno o dos pasos por delante de los jugadores -o directamente improvisando-, sin saber muy bien cómo va a terminar todo. Con un poco de suerte, será de alguna forma sorprendente para todos, incluido yo.
La última imagen, la del tesoro, debe de habérselo indigestado al párrafo en que se encuentra, ya que un trozo de texto aparece abajo, como formando un aparte.
ResponderEliminarRespecto a la propia entrada, no suelo comentar nunca, aunque la leo siempre de cabo a rabo, interesándome sobre todo por la forma en que se desarrollan las relaciones dentro del grupo de PJ y entre ellos y el resto de personajes. Siempre me ha hecho gracia, cuando mastereo, identificar qué personajes son los que más recuerdan los jugadores, o qué detalles son los que les gustan en un posible aliado o enemigo. Creo que enriquece bastante el mundo de campaña.
¡Un saludo!
Anda, no me había dado cuenta. A ver si puedo corregir el problema. Gracias por avisar.
EliminarEstoy completamente de acuerdo con lo que dices: Pocas cosas son un mejor indicio de que una campaña va bien que comprobar que los jugadores retienen los datos. A veces me sorprenden recordando detalles de sesiones jugadas largo tiempo atrás, cosas que yo tenía olvidadas. Y si los jugadores hacen que sus personajes desarrollen simpatías y antipatías con los distintos PNJ, creo que entonces ya no se puede pedir más.
¡Como me ha molado lo del tesoro maldito! :D ¿A nivel de reglas como lo estás haciendo, lo estáis roleando o estás usando tiradas de voluntad? Y en los templarios hay algo que huele raro; lo de romper la caja de herramientas me ha dejado intrigadísimo...
ResponderEliminarPara el asunto de la maldición, por ahora lo estamos llevando con las reglas de Pasiones. Los PJ han desarrollado una Pasión (Codicia por el tesoro) que por el momento ya le ha subido a uno de ellos al mantenerse alejado del oro. Los jugadores están elucubrando si al entregar el oro a alguien la Pasión descenderá o por el contrario aumentará hasta llevar a los PJ a la locura...
EliminarLos jugadores piensan que los templarios estaban buscando algo oculto en la caja de herramientas. Uno de ellos se quedó en su momento con una nota de cambio, por valor de una buena cantidad, que el muerto llevaba encima, de modo que supone que se trata de eso.
Un saludo.