viernes, 31 de mayo de 2013

Crusaders of the Amber Coast (Sesión 13)

-Dios os guarde –repitió Dominic de Marsella, aunque los viajeros estaban ya demasiado lejos como para poder oír sus palabras. La barcaza que les trasladaba a la otra orilla del Vístula se movía con lentitud pero con seguridad, trasladando a sus pasajeros hasta la franja de territorio arrebatado a los prusios por los caballeros teutones en una guerra en que la crueldad y el heroísmo, Dominic bien lo sabía, podían ser hallados en ambos bandos.

A bordo de la embarcación se encontraban sus escoltas. Al hermano de la espada le habían caído en gracia los tres. Ni el hermano Adam ni su auxiliar Zemvaldis le había dirigido una sola mala mirada después de que el pánico se apoderase de Dominic cuando vio acercarse a los piratas prusios. No les reprochaba el que le hubiesen reducido cuando vociferaba, ordenando la rendición de la nave. Habían organizado la defensa y triunfado en el combate.

Y ahora habían demostrado otros talentos.

Tras arribar a Gdansk, no habían perdido tiempo a la hora de buscar una embarcación fluvial que les llevase por el Vístula hasta la ciudad de Kulm, sede de la Orden Teutónica. Era ésta una ciudad comercial, fundada un siglo atrás como centro de intercambio de bienes más que como base militar. Pero ahora, con la llegada de los caballeros teutones, la ciudad había sido fuertemente fortificada, acuartelando a una enorme cantidad de cruzados y abasteciendo las fortalezas más adelantadas en territorio conquistado.

Acompañado de sus ayudantes, Dominic se había dirigido hasta la fortaleza teutona que alojaba a Hermann Balk, el Ostmeister, el más alto cargo de la Orden Teutona en estas tierras, por debajo sólo del propio Hermann von Salza, el Gran Maestre. Durante tres días estuvieron esperando a ser recibidos, en el salón al que eran conducidos, donde aguardaban durante horas antes de que un caballero les informara que el Ostmeister no podía recibirles. Y al día siguiente lo mismo. El embajador de la Hermandad de la Espada no era recibido en audiencia, pero tampoco era explícitamente rechazado.

Hasta que, informándose entre los comerciantes y clérigos de la ciudad (y repartiendo algunas monedas bien invertidas en la compra de información entre los sirvientes del castillo) averiguaron la verdad. Hermann Balk se encontraba enfermo. Y la suya no parecía ser una enfermedad común; clérigos bien versados en el arte de la curación habían fracasado en la tarea de hallar un remedio al mal del Ostmeister, ni siquiera recurriendo a las más poderosas plegarias. Se hablaba de brujería pagana. Se hablaba de demonios.

Y eso era algo en lo que el Hermano Adam, Tekla y Zemvaldis tenían experiencia. Haciendo gala de ello, el cuarto día trataron de entrevistarse de nuevo con el dirigente de la Orden Teutónica, pero esta vez demostrando conocimiento de la enfermedad que le aquejaba.

Funcionó. Pronto estaban hablando con Dietrich von Grüningen, el segundo al mando de Hermann Balk. Éste les confirmó que su superior había caído presa de una enfermedad que no habían logrado curar. Lo que es más, recientemente habían encontrado a una vieja bruja haciendo su magia pagana junto al enfermo. Nadie sabía cómo había podido llegar hasta los propios aposentos del Ostmeister, pero la bruja se encontraba obrando su magia allí cuando unos caballeros la sorprendieron. La bruja aguardaba ahora en una mazmorra, a la espera de lo que los hermanos teutones decidieran hacer con ella.

Tekla pidió hablar con la bruja, sobre todo después de que Dietrich les hubiese mostrado una rama de árbol con runas inscritas que la vieja empuñaba cuando la detuvieron. Según había dicho la muchacha, de la que Dominic comenzaba a sospechar que era ella misma una ragana, las runas talladas tenían una función curativa. En sus palabras, similares a las que recubrían cierto mazo encantado que Tekla había empuñado un tiempo atrás para destruir un altar al demonio en una isla del Daugava. Adam y Zemvaldis corroboraron la historia de la muchacha.

Trajeron a la vieja, que afirmaba llamarse Kirs. Esta, tras un interrogatorio bastante confuso, confirmó las palabras de Tekla. El jefe de los caballeros cristianos, dijo, estaba bajo una maldición, un poderoso conjuro elaborado por los vilkacis, algo que Dominic entendió que debía ser algún tipo de entidad diabólica. Kirs había tratado de curar a Hermann Balk, una afirmación que se encontró con la incredulidad de los presentes. Pero la vieja parecía convincente cuando contó que si los vilkacis eran responsables de la enfermedad del Ostmeister, sería para lograr algo que resultaría tan dañino para los bálticos como para los germanos. Los vilkacis representaban, a sus ojos, una amenaza mayor que los cristianos.

¿Había una cura? Es posible, dijo la vieja ragana. El poder de la maldición superaba en mucho a sus propias fuerzas, pero si alguien podía derrotar a la magia de los vilkacis era el Kriwe, el alto druida de la romuva, el mayor sacerdote de la religión báltica, único mortal que podía ser iniciado en los misterios de Dievs, Padre de los Dioses. Si había un equivalente al Santo Padre entre los bálticos, era el Kriwe.

El Kriwe habitaba en el Romowe, un bosque sagrado que se hallaba en algún lugar de Prusia, su localización desconocida salvo para unos pocos. Kirs se ofreció a guiar a Tekla, Zemvaldis y Adam hasta allá. Sentía en ellos, explicó, la bendición de la Dama del Daugava, lo que les hacía dignos.

No costó mucho convencer a Dietrich von Grüningen para que accediese a liberar a Kirs. Con ella como guía, los tres acompañantes de Dominic cruzaban ahora el Vístula, dirigiéndose a las tierras de Prusia, donde tribus agresivas y tan dispuestas a luchar entre ellas como con los invasores germanos aguardaban.

***


En Riga, los primeros cruzados estacionales comenzaban a desembarcar. Venidos desde Alemania, Francia, Inglaterra, Suecia y Noruega, caballeros y hombres de armas acudían a la llamada de la cruzada, dispuestos a luchar contra los paganos por la Cruz, la salvación de sus almas y el botín que esperaban hacer con sus victorias. La gran mayoría de ellos tomaría parte en la gran expedición que se estaba preparando desde hacía un año. Con un centenar de hermanos de la espada como núcleo del ejército, una hueste como no se había visto en estas tierras se adentraría en tierras lituanas para asestar un golpe mortal al poder de los paganos.

Acudiendo a la llamada del Obispo Nicholas y el Gran Maestre Volkwin von Winterstein, todas las fortalezas estaban haciendo su aportación de fuerzas. Eso incluía a Ascheradan. Wilfred von Bremen, komtur de esa guarnición, acompañado del Hermano Lucien, del guerrero Akselis y de una veintena de germanos y auxiliares livonios, estaba en la ciudad, que parecía temblar ante la presencia de tantos hombres armados.

-Lástima que el Hermano Adam no esté presente –mencionó Lucien. Parecía contento con la perspectiva de una gran batalla. A Wilfred no le sorprendía esa actitud. Lucien era normando, y de todos era bien sabido el carácter belicoso de esas gentes, amantes de la guerra y la conquista como lo habían sido sus antepasados norteños. En ocasiones el komtur había mantenido dudas sobre la fuerza de la fe de Lucien, pero nunca sobre su valor, su lealtad y su disposición al combate.

-Ya os he contado lo que me explicó el Gran Maestre –respondió a las palabras del normando- Adam y los suyos hubieron de embarcarse rumbo a la Pomesania. Me aseguró que, pese a no poder explicarme todavía la naturaleza de su misión, ésta era de capital importancia para la orden. Algo relacionado con nuestros hermanos de la Orden Teutónica, a lo que parece.

-Seguro que lamenta perderse la ocasión. Este será un ejército enorme.

-Aún lo ha de ser más. Cuando avancemos, hemos de encontrarnos con aliados rusos del Principado de Novgorod. La ciudad de Pskov ha prometido aportar parte de sus fuerzas en esta empresa. A cambio de parte del botín, claro.

-Claro, como no.

Akselis se adelantó hasta ellos, seguido de dos auxiliares cargados con sacos llenos de vituallas, cortesía de los Hermanos de la Espada de Riga. Los almacenes de la ciudad se habían aprovisionado bien, con meses de adelanto, en previsión del momento en que tuvieran que abastecer al ejército que habría de reunirse allí antes de partir hacia la guerra.

-¿Y bien? –Preguntó el komtur al jefe de sus auxiliares -¿Os han proporcionado alojamiento adecuado a ti y a tus hombres?

-Así es, señor –respondió Akselis-. Nos han dejado aposentarnos junto al río, en los arrabales de la ciudad, junto al resto de tropas nativas. Parece ser que a su Ilustrísima no le hace demasiada gracia la presencia de tantos livonios armados dentro de Riga –Se hizo un incómodo silencio tras estas palabras. Todos sabían que Wilfred y Lucien considerarían sabia la decisión del obispo. Para los germanos permitir la entrada de un nutrido contingente de guerreros livonios tras los muros de Riga sería tentar demasiado la suerte.


Tras la marcha de los livonios, los germanos procedieron al acuartelamiento en los almacenes que habían quedado vacíos tras repartir su contenido entre los cruzados. Los caballeros podrían alojarse en el Castillo de San Jorge, donde aguardarían la orden del Gran Maestre, la orden que les haría partir. No tardaría mucho, de eso Wilfred estaba seguro.

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